Queridos todos:
Como bien sabéis, en
el mes de Agosto me es imposible hacer los comentarios del Evangelio; porque
donde paso el verano, no tengo internet. Por eso hasta el día 1 de Septiembre,
no volveré a gozar de vuestra compañía. La
causa de que hoy y mañana no pueda publicar esa pequeña meditación, es debida a
que hemos estado en ese trance increíble y, a la vez, preocupante, de ver nacer
la vida: mi nuera, Jutta, ha traído al mundo a su quinto hijo. Por ello, por lo
que ha sucedido y lo que hemos sentido, pensé que sería bueno compartirlo todos
juntos y hacer del evangelio, vida.
Joaquín, que así se
llama el pequeño, no tenía fuerzas para nacer porque era prematuro y, debido a
ello, muy pequeñito. Luchó hasta que pudo pero, ya cansado, no hubo más remedio
que hacer una cesárea a su madre y darle la bienvenida a esta tierra. Nació respirando
mal; con un color morado, que no hacía presagiar nada bueno. Pero lo que él no
sabía, y espero que lo sepa algún día, es que su familia estaba rezando a Dios
Nuestro Señor para que, si era su voluntad, le permitiera permanecer a nuestro
lado. Y el Señor, Él sabrá porque, decidió darle las fuerzas necesarias para
respirar por sí mismo y evolucionar satisfactoriamente.
En aquellos momentos
sólo podía pensar en la enferma de hemorrosía, que tocó el manto de Jesús y fue
sanada. Le pedía a Dios la fe necesaria para mover a la Gracia divina. Le
rogaba que no me pusiera en el duro trance de tener que identificar mi querer
al suyo, si el suyo no se identificaba con el mío. Porque el dolor, muchas
veces, es tan intenso que cuesta de soportar. Le hablaba, como aquel pobre
publicano que desde el fondo del Templo, reconocía ante Dios sus miserias: le
decía lo poco que soy; lo débil que me siento… Pero también esos momentos me
sirvieron para reconocer que, ante una vida larga de pecado de un ser querido,
lejos del Señor, prefería que el Padre se lo llevara a su gloria y lo hiciera
gozar, desde ese momento, de su presencia. Y mi Dios tuvo a bien escuchar mis
súplicas, y ayudar a ese pequeño a abrirse paso a la vida. Por lo que estoy segura que lo tiene reservado para hacer grandes cosas, antes de llevárselo a su lado.
Mientras esperábamos
el resultado de tantos esfuerzos, la comadrona hizo un comentario que pienso
que es una justificación muy común entre aquellos que se niegan a ser generosos
con el amor de Dios: me habló del miedo a traer hijos a este mundo peligroso,
cruel y violento. Y en aquel momento me di cuenta que privar a este mundo de un pequeño que nace
es, tal vez, privarle de aquel que puede resolver muchos de nuestros problemas.
¿Quién de nosotros sabe si nuestro hijo será el próximo descubridor de la
vacuna contra el cáncer? O si será el político virtuoso, bueno y entregado, que
hará factible el principio democrático en el que se basaba Platón para que la
democracia funcionara. ¿Sabes tú, que le tiene destinado el Señor a tu bebé?
Entonces ¿Por qué no vamos a participar con Dios de ese milagro enorme, al que ya nos hemos acostumbrado? Tal
vez la respuesta sea que nuestro egoísmo no quiere compartir esos momentos de
dolor, que están inevitablemente unidos a las alegrías de esta vida. Contemplar
la fortaleza de mi nuera, que con ojos vidriosos acaricia a su hijo a través de
una incubadora, es un claro ejemplo de lo que una mujer está dispuesta a
entregarle a Dios, por ser fiel a su vocación. Y no hay vocación más
maravillosa para cualquier mujer, que compartir con el Creador el misterio de
la existencia.
Perdonar que me haya
extendido en ese suceso personal, pero es que me ha parecido que cada momento y
circunstancia que transcurre con nuestros seres queridos, requiere de la
necesidad de poner por obras cada palabra que Jesús ha sembrado en nuestro
interior -a través de la escucha de su mensaje y de la recepción de los Sacramentos- como la semilla que debe crecer para convertirse en un árbol frondoso
donde todos encuentren cobijo. Eso es la familia: la imagen perfecta de Dios en
el hombre. El lugar del corazón donde todos estamos unidos, a pesar de ser todos distintos y tener cada
uno su idiosincrasia.
Solamente una última
cosa antes de irme: recordar que Dios no toma vacaciones. No hay descanso en el
Amor; aquí y allí, hoy y mañana, antes y después, estáis obligados, por el
Bautismo, a comportaros como hijos de Dios en Cristo. Dar testimonio en la
playa, en la montaña, en la ciudad, de coherencia cristiana; porque lo que está
mal durante el resto del año, también lo está en la época estival. Leer y
meditar el evangelio; rezar por todos y, sobre todo, por los que estos días
ofenderán al Señor. Desagraviar y decidle a Jesús que, a pesar del calor,
preferimos quemarnos en su amor. Yo me acordaré, en la distancia, mucho de
todos vosotros y de todas aquellas peticiones que me habéis hecho. Espero
encontraros a la vuelta y seguir compartiendo ese trocito de cielo, que es la
fe. Hasta pronto y un abrazo a todos.
Ana María.