Evangelio
según San Mateo 11,28-30.
Jesús tomó la palabra y dijo:
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
COMENTARIO:
Este Evangelio de Mateo, es un remanso de
esperanza y alegría –ya aquí en la tierra- para todos aquellos que andamos
cansados y agobiados, por los problemas y circunstancias que la vida aporta en
su día a día habitual. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda decir que
no tiene alguna preocupación que le incomoda: con los hijos, el esposo, el
trabajo, la economía, la salud… Simplemente el miedo a perder lo conseguido,
que tiene fecha de caducidad desconocida, inquieta y no nos deja gozar de
las cosas y de las personas, con total tranquilidad.
Jesús nos llama a descansar en su presencia;
a abandonarnos en Él y aceptar las situaciones –buenas y malas- como medios que
el Señor permite que sucedan, para que alcancemos la salvación. Es esa virtud
de la esperanza, que Dios nos infunde, y que nos sostiene y consuela con
optimismo, en las muchas pruebas que nos surgen y que nos sirven como ocasiones
para demostrar al Señor nuestra confianza en su Providencia. Es en ese: “Venid
a Mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar…” donde se
hacen realidad aquellas palabras del profeta Isaías, cuando nos decía:
“¿Es que puede una mujer olvidarse
de su niño de pecho,
No compadecerse del hijo de sus
entrañas?
¡Pues aunque ellas se olvidaran,
Yo no te olvidaré!” (Is. 49,15)
El Maestro revela en Sí mismo, a ese Dios que
es todo Amor y Misericordia; a ese Dios, que nos busca y nos perdona; a ese
Dios, que es capaz de convertir los errores de los hombres, que nos duelen y
preocupan, en caminos que –si queremos- nos conducen junto a Él. Porque
tendréis que reconocer conmigo que somos tan poca cosa, que generalmente
buscamos al Padre, como hijos pequeños, cuando el miedo y el dolor nos oprimen
el alma. Es desde el sufrimiento, desde donde surgen las oraciones más sentidas
y desde donde reclamamos, casi con fruición, vivir en su presencia. Tal vez
porque sabemos que, en el fondo de nuestro corazón, llevamos impresa esa Ley
-sello de nuestra creación divina- por la que descubrimos que hay muchas cosas
que sólo están en “manos” de Nuestro Señor, y se escapan de las nuestras.
Es, tristemente en la adversidad, cuando
entendemos que nadie, aquí en la tierra, puede devolvernos la ansiada paz que
clama en nuestro interior. Solamente Jesús, dando su luz sobrenatural a los
hechos, ilumina su verdadero sentido y nos permite alcanzar la alegría
cristiana de comprender que nada sucede, que no sea para nuestro bien. Unir
nuestra voluntad a la voluntad divina, es descansar en Dios y vencer todos los
miedos; es compartir la Cruz de Cristo y hacernos, junto a Él, corredentores en
nuestro camino hacia el Cielo. Porque ése, y sólo ése, debe ser el fin que debe
regir todos nuestros actos: cada palabra, cada deseo, debe tener como finalidad
alcanzar junto a Jesús, la casa del Padre. Y si Dios permite que,
inevitablemente, pasemos por el dolor, el dolor será el medio adecuado para
alcanzar nuestra redención.
Hemos de estar seguros que el Maestro nos llama,
desde este Evangelio, a compartir esa época de restauración que inaugura con su
Vida, Muerte y Resurrección. Esos momentos donde la Ley de Moisés –sobrecargada
de prácticas minuciosas e insoportables- se perfecciona con vínculos de afecto
y lazos de amor. Jesús alivia nuestros pesos, porque comparte nuestras cargas y
las aligera; porque es el Pastor que sale a nuestro encuentro y nos sostiene –cuando
estamos heridos y cansados- sobre sus hombros. A veces pienso que, con lo
complicada que es la vida, no sé cómo pueden existir personas que sean capaces
de transcurrirla, lejos del amor de Dios. Os aseguro que para mí, y estoy
convencida que para vosotros también, eso sería insoportable.