APOCALIPSIS:
El Apocalipsis cierra la colección de
libros de la Sagrada Escritura; encontrándose en él un cierto paralelismo con
el libro del Génesis, con el que se abre la Biblia, ya que en sus últimos
capítulos se alude, en concreto, al río que regaba el paraíso (Gn 2,6-Ap 22) y
al árbol de la vida (Gn 2,8- Ap 22,14). Los testimonios más antiguos del
Apocalipsis se remontan al siglo II y son unánimes en reconocer al Apóstol Juan
como el autor del libro. San Justino, hacia el año 150 refiere que “un hombre
llamado Juan, uno de los Apóstoles de Cristo” había recibido las revelaciones
que se contienen en el Apocalipsis; y de la misma época encontramos un
comentario de san Melitón, Obispo de Sardes, del que tenemos noticias por
Eusebio de Cesárea. Otros autores, del mismo siglo, atestiguan la autenticidad
del Apocalipsis, como son Papías, Obispo de Hierápolis y san Ireneo. En el
siglo III, Orígenes de Alejandría dice que el autor de dicho libro escribió
también el Evangelio y tuvo la dicha de apoyar su cabeza en el pecho de Jesús.
No obstante, y para
no variar, en este periodo también hubieron voces discordantes, como la de un
presbítero de Roma, llamado Gayo que consideró que el Apocalipsis fue escrito
por Cerinto, un gnóstico de aquella época y otros, llamados “álogoi”, que
negaban a Cristo como al Logos. Pero en el siglo IV, san Atanasio, Obispo de
Alejandría, lo reconoció como canónico, usándolo en su lucha contra los
arrianos; mientras que en la escuela antioquena hubo reticencias para
aceptarlo. Esta ambigüedad de algunos escritores de la Iglesia Oriental -san Cirilo de Jerusalén, san Juan
Crisóstomo, Teodoreto, Eusebio de Cesárea-
quedó paliada por la unanimidad de la Iglesia latina, que la reconoció
como canónica y auténtica. En el libro
se observan dos partes claramente diferenciadas:
·
Prólogo: se presenta el autor y el libro (1,1-3)
·
Cartas dirigidas a las siete Iglesias de Asia
(1,4-3,22) que se inicia con un saludo epistolar solemne, seguido de una
introducción en la que se expone que Cristo glorioso le ordena a Juan escribir
(1,9-20) y finalmente recoge las cartas a la iglesia de Éfeso (2,1-7), Esmirna
(2,8-11),Pérgamo (2,12-17), Tiatira (2,18-29), Sardes (3,1-6), Filadelfia
(3,7-13) y Laodicea (3,14-22)
·
Visiones escatológicas (4,1-22,15). Se inicia con una
visión introductoria en la que el autor contempla a Dios en su gloria, desde
donde dirige los destinos del mundo y de la Iglesia. Éstos constituyen un
misterio que sólo Cristo puede desvelar, ya que es el único capaz de abrir los
siete sellos (caps.4-5). Después viene como una primera sección, descrita al
hilo de una serie de visiones que culminan en la de la séptima trompeta
(6,1-11,14). Con el sonido de ésta, comienza a desarrollarse como una segunda
sección que es la que concierne a la victoria de Cristo sobre los poderes del
mal y la glorificación de la Iglesia (11,15-22,5). Primero son presentados los
contrincantes: la Iglesia y el Cordero, por un lado; la serpiente y las bestias
por el otro (12,1-16,21). Después se anuncian los castigos que éstos recibirán,
previos a su derrota (17,1-18,24) y se describe la alegría que ésta causa en el
cielo (19,1-10). Luego vienen los combates con el resultado del triunfo de
Cristo, el Juicio Final y la aparición de la Nueva Creación y la Jerusalén Mesiánica
(21,1-22,5). Por último se da al vidente el encargo de dar a conocer las
visiones (22,6-15)
·
Epílogo: a modo de conclusión, que contiene un diálogo
entre Jesús y la Iglesia y unas advertencias al lector con la despedida
(22,16-21)
Mediante algunos recursos literarios, consigue dar al libro
un aspecto de novedad creciente que mantiene en vilo la atención del lector
hasta el final, utilizando como elemento literario básico el número siete:
siete cartas, siete sellos, siete trompetas, siete copas y siete plagas.
El comienzo del
libro nos muestra en 1,9-10, como son las circunstancias en las que escribe el
hagiógrafo: “Yo, Juan, vuestro hermano que comparte con vosotros la
tribulación…en la isla que se llama Patmos…un Domingo…” Patmos es una pequeña
isla del mar Egeo, donde se encontraba san Juan escribiendo en Domingo “día del
Señor”, que desde los comienzos de la Iglesia se dedicaba al culto divino, en
lugar del Sábado judío. San Ireneo estima que se escribió hacia el año 96,
fecha muy posible, ya que hasta pasados los años 70 no se llamó Domingo al primer día de la
semana cristiana.
El libro va dirigido
a las “siete Iglesias que están en Asia”, pero parece que se trata de un número
simbólico y que, en realidad, está destinado a la Iglesia universal. La
finalidad de la obra es poner en guardia a los cristianos contra los serios
peligros que existían para la fe y, al mismo tiempo, consolar y animar a
cuantos sufrían el peso de la tribulación, debida sobre todo a las terribles y
largas persecuciones de Domiciano.
Las primeras
herejías hacían ya estragos en aquellas comunidades: los nicolaítas,
propugnaban un cierto conformismo con la idolatría y las costumbres paganas,
apreciándose la pérdida del fervor primero y el decaimiento de la caridad; la
persecución que sufrían, provenía tanto
de los judíos como de los paganos, denominando san Juan a los primeros,
“sinagoga de Satanás” y “falsos judíos”. Los paganos, por su parte, ya habían
emprendido la primera gran persecución con Nerón, cuyo recuerdo pervive a
finales del siglo I d.C.; y ante aquella situación de injusticias y crueles
atropellos, el Apóstol trató de consolar a los cristianos y de mantener viva la
esperanza en el triunfo final de Cristo y de cuantos le son fieles, hasta la
muerte si es preciso.