Evangelio según San Mateo 10,7-13.
Por
el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
No lleven encima oro ni plata, ni monedas,
ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir.
Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella.
Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
No lleven encima oro ni plata, ni monedas,
ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento.
Cuando entren en una ciudad o en un pueblo, busquen a alguna persona respetable y permanezcan en su casa hasta el momento de partir.
Al entrar en la casa, salúdenla invocando la paz sobre ella.
Si esa casa lo merece, que la paz descienda sobre ella; pero si es indigna, que esa paz vuelva a ustedes.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Mateo, Jesús indica a sus apóstoles que deben continuar en esta
tierra, la tarea que Él comenzó y que les ha encomendado. Es el Señor el que,
con su sacrificio libremente aceptado, conseguirá la salvación para todos los
hombres; pero, por voluntad divina, ha querido que posteriormente, sean sus
discípulos los que, tras adquirir el compromiso por las aguas del Bautismo, la
hagan llegar –como Iglesia- a sus hermanos. Y, evidentemente, recibirla será
una responsabilidad personal de cada uno.
Responder
afirmativamente a la llamada divina de cooperar con el Maestro en la Redención,
significa sanar – a través de la comunicación de la Palabra- esos corazones que
estaban enfermos y habían perdido la esperanza. Porque hablar de Cristo y
acercar su mensaje a los hombres, es dar sentido a una existencia que había
olvidado que, solamente al lado de Dios, se puede disfrutar de los bienes que
no tienen fecha de caducidad y nos satisfacen plenamente. Es entregar, a los
que habían muerto a la Gracia, por el pecado, la posibilidad de resucitar a la
verdadera Vida, a través de los Sacramentos; comenzando por la Penitencia, y
culminando por la Eucaristía.
A mí me llama
la atención, cuando hablas con un médico, cómo te expresa la necesidad que
tiene de utilizar todos los medios a su alcance, para salvar una vida; una vida
que está condenada en el tiempo, a terminar. En cambio nosotros, que sabemos
con certeza que hemos sido elegidos por Dios y confirmados por el Espíritu
Santo para hacer llegar a los hombres la salvación de Cristo a sus almas, nos
escudamos en todas las objeciones y ponemos todas las excusas, para no utilizar
todos los recursos necesarios para transmitir la sabia de la Vida divina, que
no termina jamás. Es tanto lo que entregamos, cuando somos fieles a la misión
que nos ha sido encomendada, que no hacerlo sólo indica nuestra ignorancia ante
el tesoro de la Redención.
El Señor les
pide a sus apóstoles, que le imiten en el desprendimiento, y que no estén
pendientes –por la urgencia de la tarea- en calibrar sus posibilidades y sus
necesidades. Es cierto que Jesús nos solicita siempre, que pongamos todos los
medios humanos de los que disponemos en contribuir a la propagación del Reino y
en el bien de nuestros hermanos; pero a la vez nos recuerda, que solamente el
envío de su Gracia nos hará capaces de llevar a buen término la misión
encomendada. Quiere, como lema de vida, que depositemos nuestra confianza en
Él; que no pongamos nuestra seguridad en lo que somos o en lo que tenemos, sino
en su inmensa misericordia y su constante providencia. Desea que estemos
convencidos, de que el Padre proveerá a sus hijos de todos aquellos bienes
necesarios y de los medios imprescindibles, para alcanzar la salvación y
hacerla llegar a nuestros hermanos.
El Maestro
recuerda –y recuerda a todos los que nos hemos comprometido con Él- que tenemos
el tesoro de la paz que, como sus enviados, derramamos sobre aquellos que
acogen nuestro mensaje y participan de los dones de la Iglesia. Porque no hay
bien más excelso que ese regalo que el Señor ha traído al mundo, desde su
nacimiento, y que ha sido el distintivo de su presencia; por eso ya lo
anunciaron los ángeles a los pastores en Belén, y el propio Cristo lo ha hecho
patente con sus palabras, cuando se ha presentado ante sus discípulos: “la paz
sea con vosotros…”. Cada sílaba pronunciada por el Hijo de Dios es un bálsamo
para el alma, que tranquiliza y responde a los interrogantes existenciales de
los hombres. Es el descanso de los bienaventurados, que tienen la certeza de
alcanzar –con la fuerza del Espíritu- la mansión que el Padre ha dispuesto para
todos aquellos que comparten la filiación divina con el Hijo. Y esa seguridad
no es fruto de la soberbia personal, sino de la fe que nos comunica la Iglesia,
a través de sus Sacramentos.
La paz es la
tranquilidad del espíritu, que confía plenamente en Dios y entiende los hechos
de esta vida, no como un fin en sí mismos, sino como los medios adecuados para
probar al Señor nuestro amor y nuestra fidelidad. Cada momento y cada
circunstancia, son un tiempo precioso de merecer y comportarnos fielmente con
el deber adquirido; es decir, comportarnos como discípulos de Cristo enviados
al mundo a participar de este mundo, y haciéndolo, conducirlo a la Redención.
Es increíble pensar que todo un Dios ha querido necesitarnos; que ha querido
vincularnos al plan de su salvación. Pero así ha sido, y creo que ya es hora de
que todos los bautizados, tomemos conciencia de ello.