5 de junio de 2014

¡Somos eslabones de la cadena!



Evangelio según San Juan 17,20-26.


Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo:
"Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí.
Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno
-yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".

COMENTARIO:

  En esta primera frase del Evangelio de Juan, vemos cómo en el deseo y en el corazón de Jesús, ya estábamos todos aquellos que, al paso de los días, los años y los siglos, íbamos a conformar su Iglesia. El Señor no redimió de golpe a los hombres de todos los tiempos, sin tener en cuenta nuestra libertad, por mucho que nos conviniera y por grande que fuera el don otorgado. No; Cristo en miras de una salvación, que no tiene fecha de caducidad, la dejó a su Iglesia para que, dentro de ella, cada uno vaya a buscarla cuando crea que está preparado para aceptarla. Porque comprometerse es decir que sí a Dios y asumir que Él es y será, a partir de ahora, el centro de nuestras vidas. Y que, a través de los Sacramentos que el Maestro instituyó, la Gracia infundida por el Espíritu Santo nos inundará y participaremos de la vida divina, que Cristo ganó para nosotros en la Cruz.

  Esas palabras del Señor: “No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en Mí”; indican, justamente, la importancia que tiene que nosotros cumplamos bien la misión que se nos ha encomendado, en la transmisión de la fe a nuestros hermanos. Id al mundo, predicar el Evangelio y bautizad a los hombres, es una petición del Hijo de Dios a todos aquellos que hemos querido ser sus discípulos. Porque no nos engañemos, si estamos hoy aquí, leyendo este texto y vibrando con la Palabra, es porque alguien, mucho antes, cumplió bien su compromiso cristiano y nos habló de Dios. Ya que la fe transmitida es esa cadena que une el Cielo y la tierra, donde cada uno de nosotros es el eslabón que la sujeta.

  Cuando oigo esa frase tan ridícula sobre creer en Dios y no en la Iglesia, comprendo que siempre es fruto de esa ignorancia –que no siempre es no culpable- que identifica a la Iglesia con su perspectiva humana y social, privándola de su verdadera esencia divina. Y pienso que, prácticamente todos, hemos conocido o hemos oído hablar de Dios porque alguien nos lo ha transmitido; y ese alguien, si está bautizado, es Iglesia. Consecuentemente, cada uno de nosotros, aunque sea a nuestra manera, tenemos una relación con lo divino porque algún miembro del Cuerpo Místico de Cristo, cumplió bien con la misión encomendada en las aguas del Bautismo.

  Tú y yo, que hemos asumido libremente el compromiso cristiano y hemos creído, por la Gracia de Dios, y por el mensaje que nos ha sido comunicado desde aquellas voces de la Iglesia primitiva, hemos estado incluidos en ese ruego infalible que Cristo hizo al Padre por todos nosotros. El Hijo de Dios, en su petición, nos ha conseguido –si la queremos- esa gloria divina, donde seremos uno con Dios y gozaremos de la Vida eterna. Pertenecer y navegar, a y en la Barca de Pedro, no es ninguna tontería. No hay nada más grande ni que contenga mayor dignidad, que haber sido elevados a hijos de Dios en Cristo, por el Espíritu Santo a través del Sacramento bautismal. Ser miembro del Cuerpo Místico es contribuir, porque así lo ha querido Dios, a participar en la misión redentora de Jesús.  Cada uno a su modo, con los dones entregados y sin perder un ápice de su personalidad; sin cosas raras, en nuestro medio habitual…pero todos unidos a la fe de Cristo y a la Iglesia, que la gobierna con la luz del Espíritu.

  Somos esa familia cristiana, que debe estar mucho más unida que aquellos que alegan vínculos de sangre; porque a nosotros lo que nos une es, justamente, la Sangre de Nuestro Señor. Hemos sido hechos, por el Bautismo, uno con Cristo y nuestros hermanos. Hemos sido injertados, por la Gracia, en la vida divina; y, por ello, hechos Iglesia. Hemos sido llamados a caminar unidos por la tierra y ayudarnos mutuamente a alcanzar la Gloria del Cielo. Cristo reza por nosotros al Padre y Él es, indiscutiblemente, nuestro incontestable mediador. No tengamos miedo a los avatares de la vida, porque esta vida es corta, temporal y meritoria. Luchemos por ser lo que Dios nos ha pedido que seamos, y nos ha dado la fuerza para conseguirlo: cristianos coherentes que transmiten al mundo, con hechos y palabras, la Verdad del Evangelio.