Evangelio
según San Mateo 5,13-16.
Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña.
Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.
Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña.
Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo.
COMENTARIO:
Este Evangelio de san Mateo resume, con las
palabras de Jesús, la identidad y la finalidad que debe mover la vida de los
cristianos. Y esa vida es la consecuencia de poner por obras los consejos
evangélicos, recibidos en las Bienaventuranzas.
Bien está escuchar el mensaje –hablado y escrito-
que el Maestro nos transmite cómo camino de santificación; pero esas
directrices están para ser interiorizadas y performar nuestro ser y nuestro actuar:
el discípulo de Cristo debe luchar por su salvación personal, pero también –y por
mandato directo del Señor- por la salvación de sus hermanos. Nadie se salva
solo; ya que hemos conocido la Verdad a través de alguien y estamos llamados a
ser la voz que se la transmita a otro. Y eso no es una apreciación de la
Iglesia, sino un precepto clarísimo que el Hijo de Dios ha manifestado sobre la
vocación de cada uno, llamado a participar de la filiación divina. Jesús lo
enseñó con dos imágenes que, por su expresividad no admiten ninguna duda: la
primera es la de ser sal, cómo imagen de ese condimento que en aquel tiempo se
utilizaba para preservar la corrupción de los alimentos.
En todo el Antiguo Testamento, ese elemento
simbolizaba la inviolabilidad y la permanencia de la Alianza, como nos recuerda
el Libro del Levítico:
“Sazonarás
con sal todas tus ofrendas de oblación; nunca omitirás de tu ofrenda la sal de
la Alianza con tu Dios. Sobre tus ofrendas ofrecerás sal” (Lv 2, 13)
Y
eso es lo que nos pide el Señor, con ayuda de su Gracia, a cada uno de
nosotros: que seamos esa salazón que sabe dar sabor divino a todo lo humano; y
que luchemos por preservar al mundo de la corrupción. Hemos adquirido, por el
Bautismo, una alianza con Dios que nos compromete de por vida, a ser sus
testigos en cada lugar y circunstancia de nuestro acontecer diario. Nos insta a
ser cristianos coherentes en este “mundo”, que no nos quiere. Nos reclama que
defendamos, con nuestra vida, el testimonio de nuestra fe; porque no hay que
olvidar que los hombres, como ocurre con los hijos, no aprendemos de lo que
oímos, sino de las actitudes coherentes que ponen de manifiesto, la verdad que
defendemos. Hemos de ser congruentes con lo que pensamos y sentimos, haciendo
del Evangelio, vida.
No consintamos que delante nuestro se
transija con el error, y mucho menos se relativice la verdad; porque solamente
el que no la conoce, es capaz de no defenderla como un bien absoluto. Tu hijo
es tu hijo, y eso no depende ni de las circunstancias, ni del momento ni del
derecho que tengan los demás a opinar. Y creo que todos estaríamos dispuestos a
quedar como fundamentalistas, por defender y resguardar una certeza que no
admite discusiones. Pues bien, aunque todos tenemos los más variopintos
criterios, hemos de tener el convencimiento de que el cristianismo no es una
opción filosófica, ni un método de meditación, sino el seguimiento de una
Persona, Divina y Humana, que es el Hijo de Dios. Y que ese convencimiento
proviene de una realidad histórica, que si no fuera porque nos compromete en
toda la radicalidad de nuestro ser, estaría aceptada por todos. Nadie discute que
hubo la batalla de Watterloo, cuando ninguno de nosotros estuvo. Luego, ¿qué
diferencia hay entre un hecho y el otro? Pues que seguir al Maestro es una seña
de identidad que nos exige y nos condiciona una forma de vivir, de comportarnos
y de sentir.
Cristo también habla de sus discípulos, como
esa luz que ilumina los senderos de la tierra que nos conducen a la salvación.
E iluminan, no porque sean mejores que los demás, sino porque luchan por serlo;
acercando a Dios –que es la verdadera Luz del mundo- a sus hermanos. Debemos ser los rayos de ese
Sol, que termina con las tinieblas del pecado; sin olvidar que esa claridad es,
justamente, la que pone al descubierto el polvo de nuestras miserias. Y ese es el motivo de que muchas veces los
hombres prefieran continuar en la cómoda oscuridad, que no les enfrenta a su
realidad y les permite mantenerse en una mentira, que a nada compromete. Todos
nosotros –bautizados en Cristo- debemos ser esa antorcha que se nutre de la
caridad, y es instrumento del apostolado cristiano. No podemos obviar nuestra
más íntima identidad; porque no hay nada más triste, que un triste cristiano
que no es fiel a su compromiso. Cada uno de nosotros, que no es capaz de
convertir en obras su seguimiento a Cristo, se convierte en un sinsentido que
ayuda a Satanás en su plan diabólico de perder a los hombres. Aquí no hay
gradación en el compromiso; porque Dios nos pide que ejerzamos, con toda la
intensidad de nuestro ser, el derecho y el deber de actuar como lo que somos:
Iglesia Santa y familia cristiana, que peregrina por el mundo transmitiendo –para
cambiarlo- encada lugar y circunstancia, la Verdad del Evangelio: Jesucristo.