13 de junio de 2014

¡Lo que es, es!



Evangelio según San Mateo 5,27-32.


Jesús dijo a sus discípulos:
Ustedes han oído que se dijo: No cometerás adulterio.
Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.
Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena.
Y si tu mano derecha es para ti una ocasión de pecado, córtala y arrójala lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la Gehena.
También se dijo: El que se divorcia de su mujer, debe darle una declaración de divorcio.
Pero yo les digo: El que se divorcia de su mujer, excepto en caso de unión ilegal, la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer abandonada por su marido, comete adulterio.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo vemos como Jesús lleva, con sus palabras, a la plenitud de su conocimiento el precepto sobre el adulterio y el deseo de la mujer del prójimo, que contenía la antigua Ley. Como siempre, el Señor nos hablará de que el pecado comienza en la intención; con ese sentimiento oculto y mezquino que, tal vez los hombres no perciban, pero que es imposible ocultárselo a Dios. Y que es necesario, para cumplir los mandamientos, luchar con todas nuestras fuerzas para evitar las tentaciones, que el diablo sembrará a nuestro paso.

  Nos advierte el Maestro de la necesidad imperiosa de sacrificar todo aquello que sabemos –o sospechamos- que puede ser una clara ofensa a Dios. Sabe el Padre, porque nos ha creado, que los hombres percibimos a través de los sentidos; y son éstos los que provocan sensaciones –buenas y malas- que pondrán a trabajar nuestras pasiones. Por eso, en el texto, Jesús nos exige con dureza que cuidemos donde ponemos nuestra mirada, nuestra atención. Ya que las personas no caemos en el pecado sin conocimiento, entre otras cosas porque no tener conciencia de la falta, no sería pecado; sino porque, como seres libres, hemos sospesado una situación y hemos decidido escogernos a nosotros mismos, satisfaciendo nuestros deseos y desobedeciendo voluntariamente a Dios.

  En este caso particular, Cristo nos advierte sobre el peligro del adulterio; es más, sobre el deseo en el corazón de aquella persona   –hombre o mujer- que no es la propia. Esto, evidentemente, no está reñido con apreciar la belleza o los dones divinos, que el Señor ha puesto en los demás; sino en recrearse en ellos. En anhelar compartirlos y, a través de la imaginación, vivir situaciones impropias. Se trata de no codiciar alcanzar aquello que no nos pertenece ni puede pertenecernos, porque es de otro o porque nosotros ya estamos comprometidos. Cristo nos habla aquí de esta fidelidad, que es propia del amor; de un amor que sobrepasa el deseo y no está supeditado al sentimiento, sino a la voluntad.

  Creo que ese amor sublime que todos entendemos, es el filial; donde nadie se desvincula de sus hijos y pasa de ellos, porque no hayan alcanzado las expectativas esperadas. Nadie deja de quererlos, porque no sean correspondidos en igual medida; y nadie piensa en cambiarlos, porque ganen kilos o pierdan su atractivo. Pues bien, sólo amamos con un corazón; y éste nos indica que en al amor –también en el de la pareja- hay que luchar para mantener viva la llama, y no poner una fecha de caducidad. Amamos de forma natural –aunque con la debilidad producida por el pecado original- porque estamos hechos a imagen de Dios, y Dios siempre es fiel.

  Nos hemos comprometido ante el Señor, libremente, a aceptar a nuestra pareja y unir indisolublemente nuestros destinos. Y lo hemos hecho de forma voluntaria –nadie nos obliga a hacerlo, porque si nos forzaran a ello, no existiría matrimonio- porque hemos decidido que aquel, o aquella persona, era la que junto a nosotros formaba nuestro verdadero “yo”. Esa entidad de dos seres distintos, y a la vez complementarios, que están convencidos que el Padre los creó para que fueran un solo “hombre”: varón y mujer. Una unidad en la diferencia, a imagen del Dios Trinitario, de cuyo amor surgirán los hijos cómo seña del inseparable fruto de su compromiso. Y así nos lo recuerda el Génesis:
“Y creó Dios al hombre a su imagen,
A imagen de Dios lo creó;
Varón y mujer los creó.
Y los bendijo, y les dijo:
-Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla;…” (Gn 1,27-28)
“Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre
Y se unirá a su mujer y serán una sola carne”
(Gn. 2,24)

  Otra historia, como nos indicará Jesús, es que para proteger a las mujeres ante la dureza del corazón de los hebreos de aquel tiempo, Moisés permitiera el libelo de repudio. Pero les insiste en que esa actuación, que fue tolerada, no era ni mucho menos el verdadero plan divino trazado para los hombres. Desde la creación, el Señor nos insta a amar, superando con su Gracia nuestros egoísmos y nuestras tentaciones. Nos llama a ser responsables de nuestro querer; porque nuestro querer no es sólo nuestro, sino la causa de nuevas vidas que demuestran que ese proyecto común, que un día trazamos en nuestro deseo con ilusión, es inseparable.

  Cuando el Maestro añade la frase “excepto en caso de fornicación”, menciona esas uniones que admitían algunos pueblos paganos, pero que estaban prohibidas por incestuosas en la ley mosaica. El libro del Levítico, en el capítulo 18 nos habla de ellas, y son esos matrimonios en los que se guardaba parentesco y que eran muy frecuentes en la tierra de Egipto. Por eso se trata de uniones inválidas desde su raíz, que impiden que se lleve a cabo el sacramento matrimonial, aunque se haya realizado. Cómo veréis, Jesús es muy claro en su explicación, para que no nos quede duda alguna. Ahora nos queda a nosotros la tarea de serlo; de vivir coherentemente el mensaje cristiano. Y de no andarnos con rodeos, cuando se requiera nuestra opinión sobre temas delicados, en los que el “mundo” intentará silenciar la palabra de Cristo, o manipularla a su antojo. Pero ante ello, no os olvidéis que el Maestro nos dejó el criterio seguro -porque lo ilumina el Espíritu Santo, hasta el fin de los tiempos- del Magisterio de la Iglesia.