26 de junio de 2014

¡La Luz fue dada a los humildes!



Evangelio según San Mateo 11,25-30.


Jesús dijo:
"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.
Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".

COMENTARIO:

  En ese Evangelio de Mateo observamos, en primer lugar, cómo Jesús explica a aquellos que le siguen, que conocer a Dios parte, indiscutiblemente, del deseo del propio Dios de darse a conocer. Y bien sabemos que, tras la revelación natural e histórica que ha tenido lugar en el tiempo y que ha recogido el Antiguo Testamento, el Padre se ha mostrado en toda su realidad a través de su Hijo Jesucristo.

  Solamente Aquel que es Dios, es capaz de hablar a los hombres –y ha querido hacerlo con voz de hombre, para que le entendieran todos, encarnándose en María- de la intimidad Trinitaria divina. Jesús, con sus hechos y sus palabras, ha abierto a todos los que se han propuesto escucharle, la luz del Espíritu que ilumina nuestro entendimiento e inflama nuestro corazón.

  En aquel entonces, como sigue ocurriendo ahora y seguirá pasando mientras los hombres cedan a la tentación de Satanás, muchos sabios escudriñaban las Escrituras a la búsqueda del saber, sin ánimo de llegar a encontrar; porque lo que en realidad les motivaba, era el puro placer de la satisfacción intelectual que se esconde en la propia búsqueda, enalteciendo a los hombres en sí mismo y engordando su orgullo personal. Pero cuando llegó Cristo, y se mostró ante ellos como la personificación de la Sabiduría, que ya había profetizado el Libro de Ben Sirac que ocurriría –El Sirácida o Eclesiástico- hicieron oídos sordos a su descubrimiento y continuaron con sus pesquisas interminables que, lo único que consiguieron, fue apartarles de Dios.

  Toda aquella gente sencilla, que no se tenían a sí mismos ni por prudentes ni por instruidos, aceptaron con humildad, a través de la fe, la Palabra que les descubría la profunda intimidad de ese Dios, que es Familia. La propia Revelación se ha hecho Carne, en la segunda Persona –el Verbo- y ha hecho conocedores de la Verdad a aquellos que, reconociendo su pequeñez, han estado dispuestos a aceptar a Jesús Nazareno como el Hijo de Dios. La gran diferencia entre unos y otros, es que admitir la divinidad de Cristo obliga al compromiso de legitimar con hechos, lo que cree nuestro corazón.

  Esta oración, con la que se expresa Jesús, nos muestra un “¡Sí, Padre!” que indica el profundo deseo del Señor de cumplir la voluntad de su Padre. Esa es la misión divina, de la que los hombres hemos de participar si, a través del Bautismo, nos hemos hecho otros Cristos en el Hijo. El Maestro nos anima a seguirle, anunciando que su Ley no es otra que la del amor incondicional y responsable. Y que nada tiene que ver con el “yugo” con que se había sobrecargado a la Ley de Moisés. Que con Él iba a llegar esa restauración, que nos unía con vínculos de afecto y nos daba la paz interior.

  Solamente renunciando a la ira, a la cólera y al enojo, y poniendo nuestra confianza en la justicia de Dios, podemos unir nuestras exigencias al corazón de Jesús, que nos ama hasta la muerte. Que vela por cada uno de nosotros: ricos y pobres; jóvenes y ancianos; pecadores y justos…Él, y sólo Él, es nuestro apoyo, nuestra alegría y nuestro descanso.