Evangelio según San Mateo 8,18-22.
Al
verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la
otra orilla.
Entonces se aproximó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré adonde vayas".
Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
Otro de sus discípulos le dijo: "Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre".
Pero Jesús le respondió: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos".
Entonces se aproximó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré adonde vayas".
Jesús le respondió: "Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza".
Otro de sus discípulos le dijo: "Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre".
Pero Jesús le respondió: "Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Mateo, pone al descubierto la realidad a la que estamos llamados los
discípulos del Señor. Ese Jesús, que ha curado enfermedades, al que han seguido
multitudes y que ha sido aclamado por los habitantes de Jerusalén con palmas y
ramos de olivo es, al mismo tiempo, el Mesías humilde que será desechado,
apaleado y muerto por su mismo pueblo.
Por eso el
Maestro, cuando escucha la petición del escriba, para que le deje caminar a su
lado, le advierte que cualquiera que quiera ser su discípulo tiene que estar
siempre dispuesto a compartir su destino; y su destino pasa, irremediablemente,
por la Cruz. Jamás el Señor ha escondido las dificultades que supone llevar a cabo
la misión que nos ha encomendado; y, en otros lugares, nos recordará que nos
envía como ovejas entre lobos, que pueden ser destrozadas. Por eso quiere que
nos quede claro, y que nos quede claro también a nosotros, que pertenecer al
Reino exige una disposición radical. Que no se pueden servir a dos señores a la
vez, ni nadar entre dos aguas; porque somos cristianos en todos los momentos y
circunstancias de nuestra vida, y estamos llamados a dar testimonio de nuestra
fe.
Cuando el
Maestro prohibió a su discípulo que enterrara a su padre, no es porque le
mandara descuidar el honor que debía a sus progenitores, sino que quiso darnos
a entender –de una forma muy gráfica- con la dureza de su frase, que nada puede
existir más necesario para nosotros, que el fervor por las cosas del Cielo.
Nada hay, por muy ineludible que sea, que pueda apartarnos de las cosas de
Dios.
No podemos
pasar por alto, que ese epíteto de “Hijo del Hombre”, que había usado el
profeta Daniel, no había sido entendido por aquellos hombres en toda su
profundidad. En la Escritura tiene, justamente, ese carácter trascendente que
define la misión de Jesús; y que, como bien sabéis, estaba totalmente reñida
con la apreciación de Mesías terrenal, que tenían los judíos. Por eso Jesús
prefiere utilizar, para designarse a Sí mismo, ese título, evitando en lo
posible la apreciación mesiánica que pudiera reavivar nacionalismos hebreos.
Solamente, tras la muerte y resurrección del Señor, los apóstoles comprenderán
que las palabras proféticas se habían cumplido en Jesús y que “Hijo del Hombre”
equivalía a “Hijo de Dios”.
Hoy, a ti y a
mí, Jesucristo nos insiste, como hizo con aquellos primeros, a ser fieles a su
llamada. Nos insta a no poner más excusas y vencer todos los miedos que, muchas
veces, nos paralizan el alma y no nos dejan llevar a cabo nuestra misión. No
será fácil, qué duda cabe, ni tendremos reconocimientos por transmitir el
Evangelio; sino que, posiblemente, recibiremos incomprensiones, maledicencias y
soledad. Pero estoy convencida que Jesús quería que fuera así, para que sólo
nos sostengamos en Él. Y para eso fundó su Iglesia: para que le busquemos, en
el lugar que nos espera; para que le recibamos, en los Sacramentos que
instituyó con su sacrificio; y para que recibamos la fuerza de su Gracia, que
nos infunde con el envío de su Espíritu.