20 de junio de 2014

El valor de las buenas obras

Evangelio según San Mateo 6,19-23.

Jesús dijo a sus discípulos:
No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.
Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben.
Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado.
Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá! 


COMENTARIO:

 En este Evangelio de san Mateo, el Señor nos da unas enseñanzas que, gráficamente, nos insisten en la necesidad de darle un carácter interior a  la Ley, para llevarla a su plenitud.Como hemos ido viendo en estos días, Jesús huye de esa expresión hipócrita que consiste en mostrar, de una forma pública y externa, no la verdad de nuestra relación con Dios, sino la que queremos representar; y que era con la que muchos fariseos medían, a los ojos de todos, la intensidad de su fe. Nada tiene que ver esto con las palabras que el Maestro nos repetirá muchas veces y que consiste en poner por obras, lo que de verdad siente nuestro corazón.

 Porque creer significa justamente eso: que nuestros actos y nuestras acciones sirvan para cambiar el mundo a mejor; y dar testimonio a nuestros hermanos del amor que, por Dios, les profesamos. Y digo por Dios, porque muchas veces solamente seremos capaces de devolver bien por el mal que nos hayan causado, si tenemos presente nuestra filiación divina y nuestra propia debilidad ante el Señor. Pero todo ello realizado dentro de la normalidad de la vida cotidiana, donde cada hombre vive con fidelidad a Dios su compromiso; y donde solamente su buen hacer, puede y debe ser la ventana que permita a los demás contemplar la vida sobrenatural, que habita en nuestro interior.

 El hombre, como todos sabéis, ha sido creado para gozar en y con Dios, de los bienes eternos. Pero al elegir separarnos –por el pecado- a través de nuestra desobediencia del Sumo Hacedor, perdimos estas gracias; y ahora, si queremos recuperarlas, debemos esforzarnos en libertad –recurriendo a la ayuda divina- para conseguirlas. Esa seguridad que embargaba nuestro corazón y que sólo se encuentra en la posesión de Dios, muchas veces es, aquí en la tierra, el motivo de una búsqueda constante que, al contrario de lo que debería ser, nos separa cada vez más de nuestro verdadero Fin.

 El diablo, que supongo que todos habréis comprobado que trabaja muy bien, se encarga de embotar nuestros sentidos con unos bienes parciales, que son un espejismo de la verdadera realidad. Y así, casi sin darnos cuenta, los hombres amasamos fortunas a costa de nuestra propia dignidad que, no sólo son perecederas sino que,         a parte, pueden desaparecer en cualquier fluctuación del mercado bursátil. Poner nuestra seguridad en algo que tiene una fecha de caducidad tan corta, como pueden ser los días de nuestra existencia terrena; y que, posteriormente, no nos podemos llevar para mostrárselo al Señor como la multiplicación de nuestros talentos       –porque no son estos los que el Padre nos entregó- es un error insalvable que puede costarnos la verdadera Vida.

 Aquí el Maestro vuelve a repetirnos, para que a nadie le quede ninguna duda y se excuse en que no le entendió, que el verdadero tesoro son las buenas obras que hemos realizado con rectitud de intención; y que serán premiadas eternamente por Dios en el Cielo. Sóloaquellos que buscan agradar al Señor en todos los momentos y en cada una de las circunstancias –buenas y malas-, identificando su voluntad a la del Padre, alcanzarán esa paz interior que les da la seguridad de caminar por el camino correcto, que conduce a la pertenencia del Reino.

 Solamente gozar de Dios, en su posesión sacramental, y hacer de nuestra vida el cumplimiento del querer divino, será lo que le devuelva al hombre la felicidad perdida en el paraíso terrenal. Y, como siempre, Jesús nos promete que si le entregamos nuestro corazón, Él nos dará lo que de verdad nos conviene para inundar nuestro interior de alegría. De esa auténtica y profunda alegría cristiana, que nada tiene que ver con las diversas circunstancias que nos encontremos en la vida.

 Y para aclararnos todavía más el mensaje que se desprende de su doctrina, el Señor emplea la imagen del ojo –en una enseñanza sapiencial- como la lamparilla del cuerpo, al que da luz. Esa contemplación visual, es la intención que ponemos antes de efectuar los actos. Porque si ofrecemos nuestra vida a Dios, y todo lo que realizamos lo medimos con anterioridad para que sea agradable a su presencia, con el termómetro de la Ley divina del amor, encaminaremos nuestro ser y nuestro existir a la consecución del Bien. Son los sentidos los que abren nuestro interior al deseo; y, por ello, hemos de cuidar la intención que nos mueve al ejecutar los actos. Ya que esa es la única manera de que siempre podamos vencer nuestros más primitivos instintos y tentaciones, y nos guiemos por la directriz de la voluntad dirigida por la Gracia. Hemos de mover a nuestro corazón y nuestra mente, para que caminen a la par en cada intención, en cada deseo y en cada proyecto, en la búsqueda del Bien y la Felicidad: es decir, al encuentro de Dios.