19 de junio de 2014

¡El tesoro de Jesús!



Evangelio según San Mateo 6,7-15.


Jesús dijo a sus discípulos:
Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados.
No hagan como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan.
Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino, que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
No nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal.
Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes.
Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes.

COMENTARIO:

  En este pasaje de Mateo, vemos como Jesús enseña a los suyos la oración del Padrenuestro. Ésta es la plegaria distintiva del cristiano, que contesta a la cuestión de qué y cómo deberíamos pedir a Dios lo que más nos conviene; así como la respuesta de porqué el Maestro se la dio, cuando sus discípulos la solicitaron. Y si la desgranamos, comprobaremos que en realidad, no es sólo de una belleza inconmensurable, sino que es el resumen de todo el Evangelio.

  Comienza con una invocación al Padre, al que llama “nuestro”, subrayando el aspecto comunitario y litúrgico que debe presidir la oración. Porque aunque recemos en la soledad de nuestra alcoba, esa acción de gracias o esa súplica de petición se unen a la voz de toda la Iglesia; ya que Cristo la fundo para que seamos uno con Él, y juntos invoquemos al mismo Padre. Así ese Cuerpo Místico, consciente de su unidad en el destino, ora en comunidad por todos los hermanos, a fin de que nuestro clamor sea el de un solo corazón y una sola alma. De esta manera, con la súplica de todos –expresada en una sola voz y a través de un solo Sacrificio- la fuerza de nuestra alabanza alcanza metas insospechadas, y trasciende nuestra realidad. Nunca hemos de olvidar que Dios prometió que jamás desatendería una petición en la que mediara su Hijo, Jesucristo. Y en el ofertorio, cada uno de nosotros eleva y entrega su haber y su deber, uniéndolo al valor incalculable del amor y la entrega de Nuestro Señor. Por eso, todas nuestras preces: alegrías, inquietudes y vivencias, tienen la fuerza de la oración de la Iglesia, de la que somos parte.

  Tras invocar al Señor, nos ponemos en su presencia para adorarle y bendecirle; haciendo surgir siete bendiciones y peticiones: En las tres primeras, glorificamos al Padre, y en las cuatro últimas, le pedimos su Gracia ante nuestras verdaderas necesidades. La primera petición la hacemos para que sea santificado el nombre de Dios. Ya sabéis, porque lo hemos comentado anteriormente, que en la Biblia el nombre era muy importante, ya que equivalía al descubrimiento de la propia persona. Recordar que el Ángel pide que a Jesús se le imponga el nombre de Enmanuel, que quiere decir “Dios con nosotros” o “Dios entre nosotros”. Y como Dios es la santidad y la perfección, pedimos que su grandeza sea reconocida y honrada por las criaturas; y que, ante el nombre del Señor, la rodilla de los hombres se doblegue, sometiéndose a su amor y su poder. Porque fue el orgullo de querer ser dueños de nosotros mismos y de excluir de nuestras vidas al Sumo Hacedor, lo que atrajo sobre nosotros tanto dolor.

  Pedimos el advenimiento del Reino, para que se realice el designio salvador de Dios; y lo unimos a una tercera petición, que es consecuencia de ésta: que se cumpla la voluntad divina. Pero hemos de albergar en nuestro corazón, al pronunciar estas palabras, el deseo profundo de unir nuestro querer al querer de Dios, sea cual sea. Porque es la entrega de nuestra confianza, a la espera de que el Padre nos dará aquello que más nos convenga; aceptándolo con la alegría cristiana, del que no duda del incondicional amor de Nuestro Señor.

  Las últimas peticiones, miran a nuestros menesteres: Rogamos a Dios que nos de el pan de cada día. Ese bien material, necesario para vivir con dignidad; suplicando, a la vez, que no nos deje sin ese alimento sobrenatural –la Eucaristía- sin el que no podemos mantener la vida eterna. Somos carne y espíritu en una unión inseparable; por eso le pedimos al Señor ¡que todo lo puede! que nos cuide en la total unidad del ser.

  Imploramos perdón por las ofensas y comprendemos ese mensaje del Señor, en el que nos exige la necesidad de perdonar para rezar con verdadero espíritu cristiano. El Maestro nos habla de esa misericordia, propia de aquellos que viven unidos a Cristo y participan de su ejemplo. Y si una de las características divinas es la conmiseración, nosotros no podemos decir que estamos en Dios –a través de los Sacramentos- si nos comportamos de una forma totalmente distinta. Se trata de reconocer nuestras miserias y, con humildad, aceptar las de los demás; considerando el dolor que hemos infringido al Padre con nuestra desobediencia, y así admitir que los demás nos las pueden causar a nosotros, en su libertad.

  Pero como todos somos muy poca cosa, pedimos a Dios que, para conseguir todo esto, nos de su ayuda. Que no nos deje solos ante la debilidad de nuestra naturaleza, y que esté a nuestro lado cuando tengamos que luchar contra las tentaciones. Y, sobre todo, que nos libre del diablo –que es el verdadero mal- ya que ha sido el origen de nuestros pecados y desgracias.

  Como veréis y como comentábamos al principio, el Padrenuestro es esa oración que siempre debe estar en nuestros labios y, sobre todo, en nuestro corazón. Es un tesoro que Jesús nos ha dado; y por ello, el medio infalible para llegar al Padre y alcanzar la santidad. No lo dudéis, transmitirla, comunicarla a vuestros seres queridos y rezarla junto a ellos; compartirla… No permitáis que Satanás –que tan bien conoce su poder de salvación- consiga erradicarla de nuestra memoria, de nuestras costumbres y, lo que es peor, de nuestro más profundo interior: la fe vivida y participada.