9 de junio de 2014

¡"Dichosos..."!



Evangelio según San Mateo 5,1-12.


Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
"Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron."

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo se recoge el Discurso de la Montaña, donde Jesús da una nueva orientación a las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán. Y lo hace, para que aquellos hombres comprendan el verdadero sentido de la Ley; ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino a la adquisición de los bienes del Reino de los Cielos.

  En esas palabras, que vamos a escuchar a través del mensaje escrito, descubriremos el rostro de Cristo, que expresa totalmente su caridad: nos contará el Señor qué espera de cada uno de nosotros, y cuál es la vocación a la que hemos sido llamados. Nos instará a asociarnos a su Pasión y su Resurrección, libremente, y así por la fuerza del Espíritu iluminar todas nuestras acciones para que seamos testigos de vida cristiana. Nos asegurará que su doctrina es esa promesa que, paradójicamente, nos sostendrá en la esperanza cuando sobrevenga la tribulación.

  El Maestro se va a dirigir a todos sus discípulos –los de ayer, hoy y mañana- con esa fórmula de bendición tan común en el lenguaje bíblico tradicional: “Dichosos…”; y lo va a hacer así, porque conoce que nuestro más profundo anhelo –muchas veces desconocido para nosotros mismos- es encontrar la felicidad. Pero la felicidad solamente la hallamos, cuando conseguimos encontrarnos con Dios. Jesús nos habla de saciar esos íntimos anhelos, que ningún bien material colma, porque son perecederos. Trata de que entendamos que Él es ese Alguien que ha tomado partido por los hombres; y no sólo los consolará en sus tristezas, ni los saciará en sus peticiones, sino que los recibirá como hijos y les iluminará el camino para que consigan alcanzar la salvación.

  Aquí vemos como san Mateo recoge nueve Bienaventuranzas; donde las ocho primeras nos hablan de las actitudes de los cristianos en medio del mundo, y la novena se refiere a los que sufren por causa de Cristo. A todas ellas, como veréis, le sigue una exhortación, que debe ser un lema de vida para todos los cristianos: hemos de estar siempre alegres, suceda lo que suceda; porque padecer por el Señor es la señal de que hemos elegido el camino correcto. Y aunque las Bienaventuranzas han sido desglosadas, estudiadas, comentadas y tratadas por todas las catequesis de la Iglesia, dejadme que, muy por encima, os hable un poco de ellas.

  Como veréis, la primera y la octava aluden al premio que recibiremos y que no es otro que el Reino de los Cielos. En esta primera, se proclama dichosos a los “pobres de espíritu”, y creo que es bueno aclarar esa apreciación, por el modo en que se ha manipulado su verdadero sentido. Aquí la pobreza no está tratada desde un perfil económico-social, sino desde su valor religioso. Ya que ser pobre no es ningún mérito, sino muy al contrario. Es el fruto claro de la injusticia provocada por la avaricia y la maldad de aquellos hombres que han sucumbido al pecado y le han dado la espalda a Dios. El verdadero pobre, del que nos habla el texto, es aquel que se presenta ante Dios humilde y desprendido; sin nada, porque sabe que todo lo que tiene no le pertenece. Nada hemos conseguido por méritos propios, ya que como pecadores nada merecemos. Todo lo que disfrutamos –poco o mucho- es un usufructo que se nos ha dado para ayudar a nuestros hermanos; y muchas veces, para poner a prueba nuestra generosidad. Son esos talentos que algún día el Señor nos pedirá, reclamándonos el bien que hemos hecho con ellos. Cristo nos habla de esa pobreza voluntaria que no depende de lo que se tiene, sino de lo desprendido que se está; viviendo con austeridad y sobriedad los bienes materiales.

  En la octava Bienaventuranza, se alaba a los que padecen persecución por causa de la justicia; atendiendo a ésta desde un contexto bíblico que tiene un carácter más jurídico-moral. El justo es pues –para el lenguaje hebreo- el hombre piadoso, servidor irreprochable de Dios, que es bueno y caritativo con el prójimo. Aquel que sufre por amar al Padre y, cumpliendo los mandamientos, orienta su vida al servicio de los hermanos, por amor al Hijo.

  La segunda y la cuarta nos dicen que será el Señor el que nos consuele y sacie; dándonos el premio de su compañía y haciéndonos –a través de su Gracia- receptores de su santidad. Nos pide Jesús que seamos mansos; que le imitemos y mantengamos el ánimo sereno y firme ante la adversidad, o bien, ante la confrontación. Que no nos lleve la ira y, sobre todo, que no nos dejemos abatir por la tristeza. Que seamos misericordiosos y comprendamos los defectos de los demás; porque esa será la manera de que perdonemos y no guardemos rencores.

  Todas esas disposiciones del alma que el Maestro nos pide que guardemos, son el fruto y, a la vez, serán la causa de una íntima y estrecha relación  con el Señor. Debemos adoptar una actitud donde unamos nuestra voluntad a la voluntad divina; y esa premisa será la que Dios utilizará para darnos su Gracia y permitirnos alcanzar la Gloria. Sólo a su lado conseguiremos alcanzar esa pureza de corazón, que es el preámbulo de la vida sobrenatural que hará de nosotros templos del Espíritu Santo, y que comienza en esta tierra con la recepción de los Sacramentos, en la Iglesia.