7 de mayo de 2014

¡Ya me contaréis...!



Evangelio según San Juan 6,30-35.

La gente dijo a Jesús: "¿Qué signos haces para que veamos y creamos en ti? ¿Qué obra realizas?
Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo".
Jesús respondió: "Les aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el verdadero pan del cielo;
porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo".
Ellos le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".
Jesús les respondió: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, nos muestra la continuación del diálogo de Jesús con los judíos que le seguían, y que contemplábamos ayer. Ante todo llama la atención, que las inquietudes de los hombres sean las mismas en todos los tiempos; muestra clarísima de que la naturaleza humana herida, desde el principio, busca solamente su propio beneficio.

  Aquellos hombres le piden al Señor, para poder creer, algo de provecho: alguna cosa a la que le puedan sacar algún beneficio. Y le recuerdan, al propio Jesús, que sus antepasados cuando clamaron a Moisés, porque tenían hambre, recibieron maná del Cielo, para saciar su apetito. Quiero pararme un momento en este punto, porque creo que todos nosotros, alguna vez, hemos confundido al Señor con una “fábrica de favores”. Solamente hemos recurrido a Él, cuando nos ha agobiado un problema, hemos percibido una dificultad o ha sobrevenido una enfermedad insospechada. Y tenemos la osadía, encima, de retarle como si el cumplimiento de lo pedido y la ayuda a nuestro socorro, fueran directamente proporcionales a la disposición de nuestra fe.

  ¡No! A Dios se le ama, por ser quién es. Y porque es Dios, confiamos en que todo lo que permita que suceda, será lo mejor para nosotros, aunque no sepamos verlo. Y esa realidad interiorizada, será la que nos capacitará, por la Gracia, para unir nuestra voluntad a la suya, como hizo Cristo en Getsemaní. Evidentemente que es bueno, y debe hacerse, rezar al Señor por todas nuestras necesidades: materiales y espirituales; pero jamás haciendo depender de su cumplimiento, la fe que anida en nuestro corazón.

  El Maestro les recuerda a aquellos hombres que le siguen, que es el Padre el que siempre está pendiente de sus hijos. Y que por ello, porque no quiere que ninguno se pierda, les envió el Pan del Cielo: el propio Cristo. Dios envió a su Hijo como alimento perpetuo para la totalidad del hombre: Pan, para el cuerpo; y Gracia divina, para el alma. No somos sólo materia, como quieren hacernos creer; ni solamente seres etéreos, que reniegan de su humanidad, sino que somos una unidad perfecta de cuerpo y espíritu, que debe servir a Dios en la totalidad del ser.

  Ese Dios, con su alimento, nos recuerda que cuida de nosotros y nos da lo más beneficioso para que seamos capaces de alcanzar la Vida eterna. Y no hay nada mejor para el hombre, que Dios; por eso Dios se entrega al hombre en la Eucaristía. No recibirlo, o no aceptarlo e ignorar su realidad explicada, simplemente porque no es evidente a nuestros ojos, es el peor de los absurdos que el hombre pueda cometer. Cierto que no puedo demostrar que Cristo está presente en el Sacramento –salvo porque creo en su Palabra-  pero nadie puede demostrarme que no está; ya que no sólo existe lo que los ojos perciben.

  Por eso, ante semejante regalo entregado a la Iglesia, despreciarlo sin haber disfrutado de su contenido, es una actitud contraria a la lógica de la persona humana. Acercaros alguna vez, si no lo habéis hecho, a la práctica sacramental: vaciad el alma de pecados y sinsabores, en la confesión; recibid a Dios, en la Eucaristía; orad con vuestros hermanos en la Liturgia, y yo os aseguro de que se os abrirá un mundo desconocido que iluminará las sombras que, a veces, inundan vuestro corazón. ¡Probadlo! Y ya me contaréis…