24 de abril de 2014

¡Somos mendigos del amor de Dios!



Evangelio según San Lucas 24,13-35.



Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén.
En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante triste,
y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!".
"¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas.
Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro
y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo.
Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron".
Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!
¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?"
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". El entró y se quedó con ellos.
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio.
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista.
Y se decían: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?".
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos,
y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!".
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.


COMENTARIO:

  La verdad es que leer este Evangelio de Lucas es, por sí mismo, un verdadero placer. El episodio que nos relata, es una especie de puente entre el anuncio de la resurrección y las apariciones que tendrán lugar a los Apóstoles.  Y  en él descubrimos esa realidad que ayer pudimos contemplar, cuando meditamos el texto de la aparición de Jesús a María Magdalena: el Maestro siempre, siempre, sale a nuestro encuentro, por los caminos de la vida.

  Aquellos dos hombres, seguidores de Cristo, deambulaban por las calles, entristecidos y sin esperanza. Escucharon, pero no entendieron; porque no supieron hacer suyas las palabras de Jesús y no abrieron su corazón al Espíritu, que iluminaba los acontecimientos que habían sucedido. Su actitud era buena, pero no habían sabido superar la visión humana del Mesías, que les hablaba de un triunfo político y una liberación social; porque sus ideas preconcebidas, no les permitían alcanzar el verdadero sentido de la Redención del Señor. Cuantas veces a nosotros nos ocurre lo mismo cuando frecuentamos la Iglesia, que nos descubre a Jesús; siendo incapaces de trascender su concepción humana. Somos ineptos para descubrir la maravilla de su realidad divina, que nació del agua del costado de Nuestro Señor: ese Bautismo, que nos limpia de nuestros pecados y nos abre a la vida eterna.

  Pero el Maestro no se rinde; ya que no está dispuesto a perder ninguna oveja de su rebaño. Por eso, mientras siguen el sendero de la vida, se pone a caminar junto a ellos. Les pregunta, les remueve su interior y opone su ciencia sagrada, a los argumentos que esgrimen los discípulos. Poco a poco, desgrana los sucesos acontecidos, explicándolos como cumplimiento de las promesas  reveladas en la Escritura Santa. Y cada momento, cada situación, adquiere para ellos, su verdadero sentido.

  El Verbo encarnado, que ha muerto por nosotros, una vez resucitado nos entrega su Palabra, como medio infalible e indispensable, para descubrir el verdadero conocimiento de Dios. Y, en Dios, el de nuestro propio ser y existir. Por eso, aquellos hombres, a medida que escuchan al Señor, recuperan la alegría y la esperanza. Cristo  enciende su corazón, porque se entrega a los que le buscan; y una vez que le encuentran, desaparece la tristeza y la aflicción. No porque no hayan dificultades, sino porque comprendemos que unidos al sufrimiento salvador de Jesucristo, esas dificultades son ahora el camino de nuestra salvación. Por eso la vida del cristiano debe estar íntimamente unida a la escucha pronta y constante del Evangelio. En él, Jesús caminará, como hizo en Emaús, a nuestro lado; para que podamos discernir, comprender, aceptar  y compartir todos los incidentes –buenos y malos- que nos surjan, en nuestro acontecer cotidiano.

  Pero hay una segunda parte en ese trayecto divino, en el que aquellos hombres se encuentran con el Hijo de Dios: en la fracción del Pan. Jesús ha querido transmitirnos la realidad sacramental, que inunda al hombre con la Gracia. Es en ese momento eucarístico, donde la inteligencia y el corazón de los discípulos se iluminan plenamente con la luz del Espíritu; y sólo en ese momento, son capaces de descubrir en Aquel compañero de viaje, a Jesús de Nazaret.

  Ante la Eucaristía, donde se nos entrega el verdadero Cuerpo del Señor, esas almas tibias se convierten en ardientes testimonios de la fe. Por eso cada uno de nosotros, debe ser un mendigo que suplica, con fruición, el alimento divino. Hemos de hacer de la Comunión, el centro de nuestra vida; porque sólo entonces tendremos Vida de verdad. Frecuentar los Sacramentos ha de ser nuestra principal finalidad; y porque el Señor los dejó en su Iglesia para ser libremente recibidos, nos debe mover, como discípulos suyos, el ansia por proclamar al mundo la  necesidad de alimentarnos de Dios, para alcanzar la salvación.

  Creo que hay un escrito de Tomás de Kempis, que bien puede resumir todo lo narrado por san Lucas:
“Tendré los libros santos para consuelo y espejo de mi vida, y, sobre todo, el Cuerpo Santísimo tuyo como singular remedio y refugio. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la Palabra de Dios es la luz de mi alma, y tu Sacramento el Pan que da la Vida” (De imitatione Christi 4,11,3-4).

  Esa es la estructura de la Liturgia Eucarística – la Santa Misa- que debe ser la raíz fundamental de la vida del cristiano. En ella recibimos el alimento del espíritu y del cuerpo; porque nos presentamos ante Dios como una unidad indisoluble de materia y espiritualidad. Revivimos, en su desarrollo, cada paso que el Señor dio con sus discípulos: escuchando lo que tiene que decirnos, y recibiéndolo para sustentarnos en su Gracia; porque somos incapaces de mantener nuestra fidelidad, sino participamos de la vida de Cristo, que recibimos en los Sacramentos. Hoy, el Evangelio nos da las pistas para nutrir nuestra fe, ante los vaivenes de la vida: unirnos al Señor, en su Iglesia, para mantener la continuidad de aquellos primeros, que caminaron codo con codo, al lado de Jesús.