17 de abril de 2014

¡Pecar es, condenar a Cristo!



Evangelio según San Mateo 26,14-25.



Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes
y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata.
Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?".
El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'".
Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce
y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?".
El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!".
Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús.


COMENTARIO:

  Vemos en este Evangelio de Mateo, en primer lugar, como Judas Iscariote no cometió la fechoría de entregar a Jesús por un enfado o por un desprecio. Sino que fue una acción meditada, en la que estuvo dialogando con la tentación, que el diablo introdujo en su interior. Seguramente debió justificar su acción de mil maneras –como hacemos todos-; tal vez se dijo a sí mismo que Cristo no era el Mesías que él esperaba, y por ello era un traidor. Tal vez creyó que el Maestro no le había tenido en cuenta, en su Nuevo Reino, como se merecía. O simplemente, ante una desilusión, pensó en sacar el mayor provecho posible y, dando rienda suelta a su avaricia, entregar a ese Cristo que no había sabido aprovechar el momento de su exaltación, al entrar en Jerusalén montado en un pollino.

  Seguro que el diablo le dio mil argumentos para cometer el peor de los pecados; y es, viendo al apóstol, como nosotros debemos prevenirnos ante las maquinaciones del “enemigo”. Judas vivía con el Señor, y fue capaz de entregarlo; por eso, no pensemos nosotros que, aunque caminemos a su lado en la vida sacramental, estamos exentos del peligro de traicionarlo. De este hecho, que nos presenta el párrafo, hemos de sacar el firme propósito de no compartir ni un minuto con la seducción que Satanás nos brinda, ante la fragilidad de nuestra naturaleza. Hemos de hacer hoy el firme propósito, de recurrir al Sacramento del Perdón; y allí, con dolor, prometerle al Señor que vamos a luchar para intentar no volver a pecar más. Y sabemos que con la Gracia y el deseo de servir a Jesús, podremos alcanzar la meta de nuestra salvación.

  El Maestro envió a sus apóstoles a preparar la Pascua; porque cómo sabéis, ésta requería cumplir una serie de ritos laboriosos prescritos por Moisés, para celebrar la liberación por Dios del pueblo judío, cuando eran esclavos del Faraón. Vimos ayer cómo se preparaba el cordero; y hoy nos habla el texto de los Ácimos, que eran unos panes sin levadura que debían comerse durante siete días, en recuerdo de aquellos que los israelitas tuvieron que tomar al salir apresuradamente de Egipto. Los apóstoles le preguntan a Jesús dónde quiere que realicen esa preparación pascual; ya que se había de inmolar el cordero en el Templo, al comenzar la tarde, para luego llevarlo a casa y comenzar la cena. Pero antes, había que quemar todo lo que estuviera fermentado en ese lugar donde se iba a desarrollar el ágape; y había que procurarse los componentes que acompañaban la carne: las hierbas amargas, el perejil, el vino, el aceite, la miel, los higos o las almendras. Sin olvidar las cuatro copas de vino con agua, que necesitaba cada uno; y ellos eran doce, por lo que tenían por delante una ardua misión que cumplir. Jesús los remite a casa de un amigo, al Cenáculo; porque el Señor sabe que aquellos que le aman, no le pueden negar nada. No pueden guardarse nada para sí. Antes de entregarse por nosotros, Cristo nos pide que le abramos las puertas de nuestro corazón, porque quiere venir a morar en él. Quiere que nuestra alma sea su Cenáculo, ese lugar donde le recibiremos en cada Eucaristía. ¿Estamos dispuestos a quedar con Él?

  Las indicaciones de Jesús a sus apóstoles, que observamos en el párrafo, para preparar la Cena Pascual; y el conocimiento que tiene de la traición de Judas, nos muestran hasta qué punto están entrelazados los planes de Dios y las acciones humanas. Todo lo que va a acontecer –como ya predijeron las Escrituras- no fue fruto del azar o de la ambición de los hombres, sino que pertenece al designio de Dios. El Altísimo no violenta la libertad humana, por la que somos responsables de nuestras acciones, pero sí que las utiliza, para llevar a cabo sus planes. Todo se va a cumplir, según la maldad de aquellos hombres que eligieron entregar, hacer sufrir y matar, al Hijo de Dios. Y Dios aprovechó estas horribles circunstancias, para convertirlas en el camino de la Redención. Cristo acepta voluntariamente todo el horror, la infamia y el desamor, que están por llegar. Y lo hace, conociendo de antemano –por su divinidad- todo lo que va a suceder. Comienza con el dolor de ver como alguno de los suyos lo va a traicionar y, lo que es peor, se va a perder: “¡Más le valía no haber nacido!”, dirá el Maestro sobre su discípulo. El Pastor, que está a punto de entregarse a los lobos por sus ovejas, llora la pérdida de Judas, que no supo trascender y ver, con los ojos de la fe, la verdadera realidad de Jesucristo.

  No hagamos nosotros lo mismo; no entristezcamos al Señor con nuestras dudas, con nuestras malas acciones. Pecar es condenar a Cristo, otra vez. Es venderlo, por unas monedas de plata que nos traen satisfacciones momentáneas. Acércate a su pecho y dile, en estos días, que vas a luchar por serle fiel. Que ante las dudas, consultarás; que ante la tibieza, intensificarás tu vida de piedad; y sobre todo, que nunca renunciarás a Él.