3 de abril de 2014

¡La Palabra: un tesoro!



Evangelio  de Juan 5,31-47

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros mandasteis enviados donde Juan, y él dio testimonio de la verdad. No es que yo busque testimonio de un hombre, sino que digo esto para que os salvéis. Él era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que Él ha enviado.

»Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida. La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios.

»Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quién habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?
».

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan presenta la segunda parte del discurso de Jesús, que oímos ayer. Sus palabras parecen ser una respuesta a una objeción de los judíos que se encontraban allí, seguramente algunos doctores de la Ley, que lo increpaban no admitiendo como suficiente el testimonio que da sobre Sí mismo; y donde el Señor revela que es el Hijo de Dios, tanto en su eterna generación por el Padre, como por su generación en el tiempo, donde asumió la naturaleza humana. Por eso, haciéndose eco de las directrices que dio en su momento el Libro del Deuteronomio, Jesús explica que sus promesas están avaladas por cuatro testimonios irrefutables: Juan el Bautista; el de los milagros realizados; el del Padre y el de las Escrituras. Veamos que nos dice el texto del Antiguo Testamento:
“No será suficiente un solo testigo contra un hombre respecto de cualquier transgresión o pecado. Cualquiera que sea el delito cometido, será válida una causa avalada por el testimonio de dos o tres testigos…” (Dt 19,15)

  Si recordáis, Juan al bautizar al Maestro dijo de Él: “He visto el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre Él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: “Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre Él, Ése es quien bautiza en el Espíritu Santo”. Y yo he visto y he dado testimonio de que Éste es el Hijo de Dios”. Su declaración, como profeta que habla por inspiración divina, no admite ninguna duda sobre la realidad del Señor.

  Los propios milagros, como hemos comentado muchas veces, ratifican el poder divino de Jesús de Nazaret. Él es el Señor de la vida y la muerte; y ante Él, los efectos del pecado, que vencerá en la cruz, abandonan a los hombres. Podríamos hablar de tantos… De esas bodas de Caná, donde convirtió el agua en vino y realizó el primero de los signos que manifestaban su gloria. Las curaciones de los enfermos; de los hijos de aquellos que ni tan siquiera pertenecían al pueblo de Israel y que los movía a aceptar, ante el hecho sobrenatural, la fe en Jesucristo. Dar la vista a los ciegos, hacer andar a los paralíticos; todas las obras que realizaba en nombre del Padre, corroboraban su mesianidad. Por eso el Señor asegura que si su poder viene de Dios, y sus palabras tienen una autoridad divina que hasta los diablos reconocen, está claro que Dios mismo da prueba de quién es Él.

  Y en último lugar, Jesús recurre a aquellos hombres que se precian de conocer la Escritura, a que escudriñen la Palabra para descubrir que todas las promesas anunciadas y todas las imágenes requeridas, se cumplen en su Persona. Que la finalidad de todo el Antiguo Testamento, era la preparación de la venida de Cristo y de su Reino. Que el Padre utilizó su pedagogía divina, para prepararnos para esos momentos y que fuéramos capaces de descubrir en la Humanidad Santísima de Jesús, al Hijo de Dios.

  El propio san Pedro, en un discurso precioso, nos recuerda que cuando Jesús Resucitado se apareció en el Cenáculo, les hizo memoria de todo lo escrito; donde se anunciaba ya en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos, la Pasión que debía padecer para salvarnos:
“Sobre esta salvación investigaron e indagaron los profetas que vaticinaron sobre la gracia que recibiríais, buscando a qué momento y a qué circunstancias se refería el Espíritu de Cristo que moraba en ellos, y testificaba de antemano los padecimientos reservados a Cristo y su posterior glorificación. Les fue revelado que eran servidores de esas realidades, no para su provecho, sino para el vuestro: las mismas que os han sido anunciadas ahora por quienes os predicaron el Evangelio por el Espíritu Santo enviado desde el Cielo, las mismas que los ángeles contemplan con avidez” ((1P1,10)

  Es por eso, porque Jesucristo está presente en cada letra de la Revelación escrita, por la que los cristianos tenemos que recibir la Palabra como un tesoro que prepara, testifica y nos entrega al Señor en nuestra vida. Pero una vez que Jesús ha terminado su discurso,  les echa en cara a sus oyentes todos los prejuicios que tienen, para no reconocerlo como el Mesías anunciado; y su entendimiento está cerrado a la verdad de Dios. Ese es el verdadero problema, ayer, hoy y siempre; porque los hombres no hemos cambiado nada y seguimos repitiendo en la historia, los mismos errores. Nos hacemos un Dios a nuestra medida, que convenga a nuestros intereses; y ese es el motivo de que nos estorbe tanto la Iglesia, que guarda el depósito de la fe, la Tradición y el Magisterio, y nos enfrenta a nuestras mentiras.

  No amamos a Dios, porque no le conocemos. Y no queremos conocerle, porque eso complica nuestra vida. Y vivimos nuestros días, como si no existiera un mañana. Pero Cristo, con sus Palabras y su Resurrección –bien documentada- nos advierte que, queramos o no, hay otra vida en la que rendiremos cuentas de nuestros actos en el seno de Dios. Y no será nada extraordinario, sino la consecuencia de haber compartido y aceptado aquí en la tierra, con Jesucristo, la Ley –su Ley- del Amor.