19 de abril de 2014

¡La noche oscura!



Evangelio según San Juan 18,1-40.19,1-42.



Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A quién buscan?".
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno".
Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan".
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me confiaste".
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?".
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año.
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo".
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice,
mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy".
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza.
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto.
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho".
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y dijo: "No lo soy".
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?".
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua.
Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?". Ellos respondieron:
"Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado".
Pilato les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie".
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir.
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?".
Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilato le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo.
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?".
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era un bandido.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús.
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo,
y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena".
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios".
Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía.
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?".
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave".
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César".
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata".
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que el César".
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo "Gólgota".
Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilato redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'.
Pilato respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo,
se dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne.
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas,
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos.
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos.
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado.
Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.


COMENTARIO:

  Este largo Evangelio de Juan, nos va a presentar la Pasión y la Muerte de Jesús. Y lo va a hacer como una glorificación del Señor, donde cada uno de los detalles que se narran, ponen en claro la suprema manifestación del Maestro, como el Mesías Rey. Así veremos cómo el Señor, con actitud de serena majestad, tiene pleno conocimiento y dominio de los acontecimientos; para que nos quede claro, a todos aquellos que participamos de esos momentos a través de la Palabra escrita, que a Él no le quitan su vida, sino que la entrega voluntaria y generosamente, para que se cumplan los planes de Dios.

  La Pasión fue la hora en la que parecía que las tinieblas dominaban la tierra; porque, a simple vista, los hechos sugerían que Dios estaba vencido. Pero también fue el momento de la suprema confesión de fe en la oscuridad que se cernía en los corazones, de aquellos que amaban a Jesús: María Santísima; las mujeres que le acompañaban, el discípulo amado, José de Arimatea… Ellos supieron ver que Cristo era ese Cordero Pascual que, con su muerte redentora, había liberado a los hombres de la esclavitud del pecado. Esa Sangre nos limpió; y esa agua que brotó de su costado, fue la fuente de la Gracia sacramental, donde nació la Iglesia. Pero hoy es un día para desgranar los pequeños detalles, que deben hacer vibrar nuestra alma de cristianos.  Comienza el texto, contándonos que Jesús y sus discípulos se encontraban al otro lado del torrente Cedrón, en un huerto de olivos, que se llamaba Getsemaní. Ese será el primero de los cinco escenarios donde se desarrollará la Pasión de Nuestro Señor.

  Juan nos evoca el Salmo 56,10, donde se nos dice: “Retrocederán mis enemigos, el día en que yo invoque”, para demostrarnos que ya desde el mismo momento en que prenden al Maestro, se cumple en Él toda la Escritura Santa. Si el Hijo de Dios no hubiera querido entregarse libremente a su calvario por nosotros, nadie hubiera podido apresarle. Por eso quiere que, ante esa circunstancia, quede claro para los hombres de todas las épocas, que somete su Poder y Señorío al amor incondicional que siente por el género humano.

  Cuando leo la reacción de Pedro, no puedo por menos que emocionarme ante ese ímpetu del apóstol, que por defender al Maestro, pone en riesgo su vida. Pero ese gesto denota, a la vez, que todavía no había entendido los planes salvíficos de Dios, y seguía resistiéndose a la idea del sacrificio de Cristo, que tantas veces había intentado explicarle. Esta noche, una vez más, Jesús le hablará con esas palabras que parecen pronunciadas para todos aquellos que nos encontramos viviendo esos sucesos, en la lejanía del tiempo y el espacio: El Señor nos susurrará que hemos de aceptar la voluntad de Dios con la docilidad con la que el Maestro aceptó su Pasión. Porque cada hecho –bueno o malo- es un hilo importante, imprescindible, que forma parte del tapiz de nuestra vida.

  Aquí nos encontramos con el segundo escenario de la Pasión, que tiene lugar en la casa de Anás. Jesús va atado, como lo fue Isaac, antes de ser ofrecido a Dios como sacrificio. La diferencia es que ahora Jesús se ofrece voluntariamente, en aras de nuestra libertad. En ese interrogatorio, que no guarda ni un atisbo de legalidad, el Maestro insiste en que toda su predicación ha sido pública y notoria. No se ha escondido y todos han podido contemplar sus milagros y escuchar sus palabras; por eso ahora, no queda nada que decir. Y mientras eso sucede, el evangelista nos narra –con más brevedad que los sinópticos- las negaciones de Pedro. Él, que sacó su espada para defender a su Señor, ahora siente temor de que lo relacionen como discípulo suyo.

  La sencillez de los hechos, que tan bien conocía Jesús antes de que sucedieran, debe ser un consuelo para todos nosotros. Porque cada uno de nosotros, como el apóstol, ha traicionado a Jesús en innumerables ocasiones: unas veces callando; otras negándolo; muchas veces escogiéndonos a nosotros mismos, antes que a Él. Y Cristo, a pesar de las debilidades de Pedro –o tal vez por ellas- conoce su humildad y su arrepentimiento, que son el principio de su grandeza. Por eso, tras su Resurrección, lo hará guía de su Iglesia. Sólo nos pide el Señor que, como hizo su Pontífice, tengamos dolor de corazón ante la ofensa infringida, y nos decidamos a seguirle con la coherencia y el valor de nuestra fe.

  El proceso ante Pilatos marca el tercer escenario de la Pasión; y Juan lo detalla, destacando ante la majestad de Jesucristo como Mesías, el rechazo de los judíos. Es aquí donde Nuestro Señor afirma que es Rey, y donde Pilatos lo confirma al consultar al pueblo sobre su liberación: “¿Queréis que os suelte al Rey de los judíos?”. Pero eso sólo servirá para incrementar el odio, la burla y el escarnio de aquellas gentes que han sucumbido al diálogo con la tentación del diablo. No se le va a negar nada; y va a sufrir todo el dolor físico y moral que su Humanidad Santísima es capaz de soportar.

  Contempla al Hijo de Dios: solo, herido, encorvado; y dime, al verlo en la realidad de su maltrato, que no te conmueve el corazón… Por ti y por mí, para librarnos de esto, está hinchado a golpes, empapado en sangre, lleno de salivazos. Él, que tenía y tiene poder sobre la vida y la muerte, se ha hecho reo de los hombres para redimirnos de nuestros pecados. Acepta en silencio su tortura, para que nosotros tengamos la capacidad de elegir. Dime de verdad, si eres capaz de quedarte indiferente ante la figura de Jesús que se sostiene con dificultad ante esa multitud que le grita y le agrede. Dime, si tras acompañar al Señor en estos momentos, no vas a escoger comportarte, por fin, como su discípulo; como su amigo; como su hermano.

  Quiere san Juan resaltar que se acercaba la “Parasceve”, que era el día anterior al Sábado, donde se retiraba el pan fermentado por el pan ácimo que se empleaba en la cena pascual; y se sacrificaba el cordero en el Templo. Y quiere hacerlo para que notemos que fue precisamente a esa hora, cuando condenaron a Jesús. Se van cumpliendo las palabras proféticas de Isaías, y el Señor toma el lugar del Cordero, para ser entregado en sacrificio por todos nosotros.

  Y llega el cuarto escenario de la Pasión, donde Cristo se agarra fuertemente al madero, para emprender el camino del Calvario. A su paso, entonces como ahora, los hombres debemos decidirnos a su favor, o ponernos en su contra. Unos, como el Cireneo, querremos ayudarle a compartir el peso de su dolor; otros, sin embargo, se decidirán por las burlas, la impiedad y los improperios. El Señor no obliga a nadie, sólo espera que al encontrarnos con su mirada, sepamos descubrir la inmensidad de su amor.

  Y de esta manera, llegaremos a la escena de la Crucifixión, que es como una recapitulación de la vida y la doctrina del Maestro: Allí la túnica no rasgada, simboliza la unidad de la Iglesia naciente. La Virgen y el discípulo amado, junto con la sangre y el agua que brotan del costado de Cristo, recuerdan las bodas de Caná. En esa agua, que es la fuente del Bautismo, seremos limpiados de nuestros pecados y hechos hijos de Dios en el Señor. Esa agua, que trae a la memoria el encuentro con la samaritana y que calmará permanentemente nuestra sed, a través de la Eucaristía. Cada minuto, cada momento, cada circunstancia, han sido una consecuencia del cumplimiento de su misión: nuestra salvación.

  Y llega al Calvario, donde es izado en la Cruz; y desde ella, entregará su Espíritu y nos entregará al Espíritu Santo. Son esos últimos instantes de su vida, donde nos regala su bien más preciado: su Madre; y nos la dará como Madre de todos los hombres, que están representados en el discípulo Juan. El Señor quiere que tengamos un trayecto seguro, hasta alcanzar la salvación que nos brinda con su sacrificio; y ese Camino es la Virgen Santísima y los Sacramentos, ofrecidos a su Iglesia. Así al declarar a María como Madre de la humanidad, la introduce de un modo nuevo en la obra salvífica, que en ese momento quedará culminada. Y establece, para todo el género humano, la maternidad espiritual de Nuestra Señora; que es un bálsamo de ternura y esperanza para todos los cristianos. La Tradición ha visto, en esas palabras de Jesús, una invitación para que pongamos a la Virgen en nuestras vidas: para que la invoquemos; para que nos acerquemos a ella con confianza y apelemos a ella, en su maternidad. El último aliento de la vida del Maestro, es para entregarnos los medios preciosos y precisos para alcanzar la redención. Su último suspiro es una manifestación de la presencia de cada uno de nosotros en su corazón. Cristo expira, clavado en la Cruz, donde ha cumplido la promesa de nuestra liberación.

  Y es en el quinto escenario de la Pasión, en el sepulcro sin estrenar, donde comienza a dar frutos el sacrificio del Señor. Los que antes tuvieron miedo, se confiesan ahora discípulos suyos; y cuidan su Cuerpo, muerto, con delicadez y generosidad. San Agustín nos hizo ver, con una gran belleza, el paralelismo que se encuentra entre el final y el principio de Jesucristo: fue depositado en el seno virginal de María, por el Espíritu, donde ninguno fue concebido ni antes ni después; y ahora, en el sepulcro, descansa donde nadie fue sepultado ni antes, ni después de Él. Ahí, en el silencio de la noche, descansa el Hijo de Dios. Y en su descanso, espera que seamos capaces de despertar a la fe, que se verá cumplida en su Resurrección gloriosa. Nuestro Dios, como siempre, nos espera…