3 de abril de 2014

¡Jesús no se rinde!



Evangelio de Juan 5,17-30

 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo» Por eso los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios.

Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que Él hace. Y le mostrará obras aún mayores que estas, para que os asombréis. Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado. En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida.

»En verdad, en verdad os digo: llega la hora (ya estamos en ella), en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre. No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio. Y no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».

COMENTARIO:

  San Juan nos presenta en su Evangelio un largo discurso de Jesús, donde expone quién es Él en realidad y cuál es su misión: vislumbrándose en todo el texto la profundidad de su contenido; porque el Señor revela al Padre y nos anuncia que recibe del Padre el poder de dar a los hombres, la verdadera vida. Nos habla de esa igualdad de Ambos, donde el Verbo era Dios desde toda la eternidad, en el Padre y el Espíritu Santo. El mismo poder, las mismas obras y, a la vez, esa distinción por la que el Padre envía al Hijo –a su Palabra- a que se encarne de María Santísima y se haga Hombre.

  La Revelación plena de Dios sólo se da en Jesucristo: porque el mismo Dios habla a los hombres sobre Sí mismo, con voz de Hombre. Nadie podrá decir que no lo entendió; que no iluminó nuestro camino con su conocimiento… por eso “la pelota está ahora en nuestro tejado”, y somos nosotros los que hemos de responder al Padre, a través de la aceptación de su Hijo, con nuestros actos libres. Actos que deben estar movidos por la voluntad, que se compromete con la Palabra y se manifiesta con los hechos.

  Cuando Jesucristo realiza obras que son propias de Dios, atestigua con ellas su condición divina; y hará muchas: dará vista a los ciegos, hará andar a los paralíticos, sanará de lepra a los enfermos, andará sobre las aguas, devolverá la vida a Lázaro, al hijo de la viuda…pero el hecho más sobrenatural que realizará será, sin duda, su propia resurrección. Resurrección que será vista y compartida por todos aquellos testigos que dieron su vida por defenderla y la certificaron en el Evangelio. Y ese es el hecho vital que marca un antes y un después en nosotros, sus discípulos, pues la resurrección de Cristo es la causa y la primicia de la nuestra; por eso es la base de nuestra fe.

  Todos los que creemos en Jesús, sabemos con certeza que no moriremos para siempre; porque su sufrimiento y su muerte sustitutiva en la cruz, nos han redimido del pecado y nos han devuelto a la Vida eterna. Sólo hay para eso, una condición: aceptar la salvación, que es aceptar a Cristo; interiorizando su Palabra y transformándola en hechos. Dios jamás ha impuesto al hombre ni un derecho ni un deber; solamente nos ha propuesto los mandamientos, si queremos alcanzar la Redención conseguida. Somos libres de salvarnos o condenarnos, de una forma personal e intransferible. No culpemos por ello al Señor de nuestros fracasos, cuando es el propio Jesús el que nos consuela, al recordarnos que el Padre le ha dado el poder de juzgar. A Él, que se entregó por nosotros y que, loco de amor, se dejó clavar en una cruz para no vernos sufrir eternamente. Será ese Jesús, Salvador nuestro, el que medirá nuestros actos y sospesará nuestras intenciones. Él, que está en el Cielo a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros. Junto al Señor no hemos de tener ningún miedo de abrir nuestro corazón y mostrar nuestra verdadera historia. Pero justamente porque nos ama de una forma incondicional, nos dice el Maestro que seremos nosotros mismos, ante nuestra verdad descubierta, los que calibraremos si hemos rechazado la Gracia, o bien la hemos acogido y la hemos hecho fructificar. Cada uno será retribuido según las obras realizadas, como expresión de la fe profesada.

  Lo que ocurre, es que Jesús no se rinde a perdernos y, por ello, intentará a lo largo de la vida que nos encontremos con Él. Será en ese encuentro, donde no importa ni el lugar ni el tiempo; si es a través de alguien o en la soledad de la conciencia, donde el Señor nos otorgará esa Gracia de poder participar en Él. Sabe lo mucho que nos jugamos, y por ello nos dará todas las oportunidades para que nos podamos salvar; pero no podrá socorrernos, si nosotros no le dejamos hacerlo. Nos buscará en el sacramento del Bautismo, para que muramos al pecado y resucitemos a la Vida; nos estará esperando el sacramento del perdón, para ejercer su misericordia; tomará posesión de nosotros en la Eucaristía; y nos dará su fuerza para que transmitamos la fe y propaguemos su Palabra, acercando a nuestros hermanos a la Iglesia. Y no importa si los demás no lo valoran, no lo aprecian, o hasta incluso les molesta; porque el propio Cristo por amor a los hombres, no cejó de predicar su mensaje –que salva- y murió en la Cruz. Comuniquemos el Evangelio, si queremos de verdad a nuestros hermanos, con la alegría cristiana de aquel que sabe que no puede regalar nada mejor