23 de abril de 2014

¡La búsqueda incansable!



Evangelio según San Juan 20,11-18.


María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro
y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto".
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo".
Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!".
Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'".
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan nos transmite un texto de una belleza increíble, porque en Él se manifiesta que Jesús se hace siempre presente ante aquellos que le buscan de verdad. Recopilándose en sus líneas, la actitud que el Señor nos ha requerido insistentemente para ser sus discípulos: que llamen, porque se les abrirá; que busquen, porque le encontrarán; y que nunca desfallezcan, porque Cristo nos prueba, en  la dificultad.

  Hoy vemos el ejemplo sublime sobre esto, que nos deja María Magdalena. Los apóstoles ya se han ido y la han dejado sola, cerca del lugar donde ha descansado el Cuerpo de Jesús. No quiere abandonar ese lugar, que ha abrazado a su Señor en la hora de la muerte, y que ahora no le permite reencontrarse con Él. No sabe que ha sucedido y mira insistentemente hacia adentro, con una actitud en la que se debate entre creer las palabras esperanzadoras del Maestro, y la triste realidad de su ausencia. Pero ella no se mueve; parece paralizada y atada a ese emplazamiento, donde vio por última vez al Amor de los Amores. Esta dispuesta a todo para recuperarle; y habla con esos desconocidos que, tal vez, sepan algo de su paradero. Y aunque todo parece inútil, la semilla de la esperanza que puso el Señor con sus palabras, ha hecho mella en ese maltrecho corazón. Y Jesús,  como hemos dicho en un principio y como nos ha demostrado en toda la Escritura Santa, premia la fe incondicional de la mujer, haciendo acto de presencia. Ella, y solo ella, será la primera en contemplar la Gloria de su Resurrección.

  En esta escena podemos contemplar cómo se hacen evidentes aquellas palabras de Maestro, donde tantas veces nos relató la parábola del Buen Pastor que conoce a sus ovejas y las llama por su nombre; y ellas le conocen a Él, en cuanto escuchan su llamada. Solamente al susurrar el Señor el apelativo de “María”, supo la mujer que se encontraba delante del Hijo de Dios. Cuantas veces, en lo más hondo de nuestro interior, nosotros también hemos escuchado esa convocatoria; ese decisión de Jesucristo, que nos insta a compartir con Él la vida y hacerle el centro de nuestras inquietudes, de nuestras decisiones, de nuestras finalidades. Tal vez el Resucitado se nos ha presentado muchas veces, y no hemos sabido –o querido- apreciarlo. Hoy, al lado de María, podemos atender el clamor de Dios que nos llama, a través de su Hijo, para que libremente decidamos unir nuestra voluntad y nuestro destino, al suyo. Debemos, como ella, sujetar tan fuerte a Jesús que, como le dijo a la Magdalena, nos pida que dejemos de retenerle. Y la manera de hacerlo, es comunicándoselo a los demás; entregando a los que nos rodean la posibilidad de gozar de su presencia, en la Eucaristía; y de compartir su salvación en los Sacramentos, que para ello dejó en la Iglesia Santa.

  Jesucristo, cuyo Cuerpo humano glorioso ha trascendido la materialidad de este mundo y está próximo a regresar al Padre, le pide a María que lleve esa buena nueva a sus “hermanos”. Todos aquellos que antes de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, eran sus discípulos, son ahora –por la Gracia conseguida- hijos de Dios en Cristo y, por ello, sus hermanos. Tú y yo, también hemos recibido, si creemos, el don de la filiación divina; y desde ahora, nada puede ser igual. La oscuridad del pecado ha dado paso a la Luz de la Redención y, con ella, todos hemos recuperado –si queremos alcanzarlo- el regalo de la salvación. Unámonos a María y, con ella, no desfallezcamos en la búsqueda incansable de Jesús de Nazaret.