6 de abril de 2014

Él siempre escucha y responde a nuestra oración



Evangelio según San Juan 11,1-45.



Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta.
María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo.
Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, el que tú amas, está enfermo".
Al oír esto, Jesús dijo: "Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella".
Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro.
Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba.
Después dijo a sus discípulos: "Volvamos a Judea".
Los discípulos le dijeron: "Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿quieres volver allá?".
Jesús les respondió: "¿Acaso no son doce las horas del día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo;
en cambio, el que camina de noche tropieza, porque la luz no está en él".
Después agregó: "Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo".
Sus discípulos le dijeron: "Señor, si duerme, se curará".
Ellos pensaban que hablaba del sueño, pero Jesús se refería a la muerte.
Entonces les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto,
y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean. Vayamos a verlo".
Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él".
Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días.
Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros.
Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano.
Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa.
Marta dijo a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas".
Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará".
Marta le respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último día".
Jesús le dijo: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?".
Ella le respondió: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo".
Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: "El Maestro está aquí y te llama".
Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro.
Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado.
Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí.
María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto".
Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado,
preguntó: "¿Dónde lo pusieron?". Le respondieron: "Ven, Señor, y lo verás".
Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: "¡Cómo lo amaba!".
Pero algunos decían: "Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?".
Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima,
y dijo: "Quiten la piedra". Marta, la hermana del difunto, le respondió: "Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto".
Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?".
Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, te doy gracias porque me oíste.
Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado".
Después de decir esto, gritó con voz fuerte: "¡Lázaro, ven afuera!".
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desátenlo para que pueda caminar".
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan, nos descubre a Jesús como el Hijo de Dios: Aquel que tiene el poder sobre la vida y la muerte, porque es el Verbo encarnado. El texto nos presenta a una familia de Betania, que eran muy amigos del Señor; y por ello, cuando Lázaro –uno de sus miembros- enfermó, enviaron sus hermanas a un mensajero para que avisaran al Maestro. Tienen la seguridad de que si Él se encuentra a su lado, nada malo podrá sucederles. Pero Jesús, que no está lejos, parece no tener prisa en llegar; y, justamente esa reacción que puede despertar una actitud de desconcierto entre sus interlocutores, es utilizada por el Señor para enseñar que los hechos que Dios permite que sucedan, de una manera determinada, son siempre –si tenemos fe- para mostrarnos su gloria.

  Efectivamente la llegada de Cristo al pueblo, cuando ya ha muerto Lázaro, descubre a los hombres un sinfín de realidades: La primera es ese diálogo con Marta, donde se revela que Nuestro Señor es la Resurrección y la Vida. Que este Jesús de Nazaret vencerá a la muerte, con su entrega libre y amorosa a la voluntad del Padre; aceptando su Pasión y muriendo por nosotros en la Cruz, para volver a la verdadera Vida. La muerte no tendrá ya poder sobre el hombre, y será sólo el paso a la gloria divina. En Jesucristo, unidos a Él por su naturaleza humana, morimos; y en Él, si queremos a través del Sacramento del Bautismo, resucitamos a la Vida de la Gracia, que no termina jamás. Al hacernos uno con Cristo, transformamos nuestra existencia y la vida de Dios fluye en nosotros; de ahí que los que en Él creemos, adquiramos tras el paso de la muerte, una mansión eterna en el cielo. Pero el Señor nos previene que para resucitar y vivir en Cristo, hay que creer en Él.

  Un segundo punto, nos descubre la Humanidad Santísima del Hijo de Dios: Éste, que es capaz de devolver la vida a un muerto, siente el dolor de la pérdida y llora, mostrando su aflicción cómo expresión del amor profundo e incondicional que profesa a los hombres. Pero esa actitud también debe servirnos para comprender que al Maestro nunca le es indiferente nuestro sufrimiento. Por eso no hay mejor bálsamo de consuelo, que acercarnos a su lado; participar de Aquel que no ha querido privarse de ninguna circunstancia, para compartir nuestras dificultades y nuestro destino. Nos conoce, nos comprende y nos anima; recordándonos que sólo Él es capaz de responder a nuestros ruegos y de cambiar el curso de la historia, si esta historia no es la que nos conviene.

  En tercer lugar, el Hijo de Dios obra el milagro. Milagro que va precedido por una plegaria de acción de gracias al Padre. Sabe Jesús que no va a ser desatendido y aprovecha para darnos una lección de cómo debe ser nuestra oración: confiada, entregada, agradecida e incansable. Se da las gracias de aquello que no tenemos ninguna duda que se nos va a conceder, si es lo que la Providencia considera que es bueno para nosotros. Porque muchas veces, y porque no conocemos el futuro, nosotros no sabemos en realidad, lo que estamos pidiendo.  Ese debe ser el motivo de descansar en los brazos amorosos de Dios, cuando elevamos una súplica al Padre; esperando ciegamente, aunque no lo entendamos, a que Él nos haga partícipes de lo que sea mejor, para que alcancemos el gozo de nuestra salvación.

  Y para finalizar, Lázaro resucita. Evidentemente, todos quedaron maravillados; pero algunos, que no estaban dispuestos  a creer en Jesús por lo que esto implicaba, comenzaron a buscar excusas y tergiversar los hechos, para terminar diciendo que el amigo del Señor debía estar cataléptico. Los evangelistas, que nos conocían muy bien, escribieron inspirados por el Espíritu Santo, para que no quedaran dudas sobre la realidad del óbito, que Lázaro ya hedía por los días transcurridos de su muerte. Ese hecho debe servirnos para recordar lo que tantas veces nos ha advertido Jesús: Que no importa la magnificencia de un milagro, porque el que no quiere tener fe, no lo verá. No debemos creer por lo que perciben nuestros sentidos, sino porque aceptamos la Palabra y la interiorizamos haciéndola vida. Porque nos fiamos de Aquel que nos la transmite. Los hechos sobrenaturales son sólo una consecuencia, donde se apoya la realidad de la Verdad transmitida. Y el que se niega a aceptarlo es inútil lo que vea, porque sus ojos y su corazón, están cerrados a la Luz de Dios.

  San Agustín también vio en la resurrección de Lázaro, una imagen del Sacramento de la Penitencia. Porque los hombres, cuando estamos en pecado, somos reos del diablo y estamos atados a nuestras debilidades y pasiones. Es Cristo, cuando confiere el poder de atar y desatar, el que permite que las personas nos liberemos de este sudario de muerte. Son los ministros del Señor, como sus mediadores, los que nos quitan la mortaja de nuestra alma y permiten que la Gracia nos inunde –si nos arrepentimos de las faltas cometidas- para recibir la vida divina. No caigamos en la tentación diabólica de eludir ese regalo de Dios que es el Sacramento del Perdón, donde se manifiesta la característica más propia del Padre: su Misericordia. Al contrario, recibámoslo con ganas y con frecuencia, porque es el camino que nos lleva a superar nuestras faltas y compartir con Jesús nuestro destino: la Gloria eterna.