26 de abril de 2014

¡El rostro del Desconocido!



Evangelio según San Juan 21,1-14.



Jesús se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así:
estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: "Voy a pescar". Ellos le respondieron: "Vamos también nosotros". Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él.
Jesús les dijo: "Muchachos, ¿tienen algo para comer?". Ellos respondieron: "No".
El les dijo: "Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán". Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: "¡Es el Señor!". Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua.
Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan.
Jesús les dijo: "Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar".
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió.
Jesús les dijo: "Vengan a comer". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién eres", porque sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, evoca aquella pesca milagrosa cuando, en el principio de la vida pública de Jesús, el Señor prometió a Pedro que lo haría pescador de hombres. Ahora, al final, cuando está a punto de irse al Padre, confirma en su misión a los suyos. De una forma simbólica, esa barca que navega por el mar de Tiberíades, es la Iglesia; y esa red, que no se rompe nunca, la unidad que debe caracterizarla. Pedro será la suprema autoridad, que todos respetan; y el número de peces, significa el número de elegidos. Si; Dios es inmutable en sus decisiones y sus elecciones; por eso cuando nosotros decidimos dar la espalda a Jesús, cómo hizo Judas, y olvidar la vocación a la que fuimos llamados en un momento de nuestra vida, no es porque el Señor haya cambiado de opinión, sino porque nosotros hemos sucumbido a la tentación del diablo y hemos dejado de ser fieles a la llamada de Dios.

  Cristo se presenta ante ellos, como lo ha hecho con María Magdalena o con los discípulos de Emaús, a la espera de que sus corazones enamorados sepan reconocerlo. Y es Juan, el discípulo amado, el primero en darse cuenta de que en la orilla El que espera, es Jesús. Lo ha reconocido porque, como siempre, sus palabras conllevan la verdad de los hechos y las actuaciones certeras. Porque sus sugerencias, como su Ley, están proclamadas para el bien de los hombres. Porque ante su compromiso, la naturaleza se rinde ante Aquel que es su origen. Esa alma limpia y pura, que no ha tenido miedo a nada, participa de la capacidad de percibir a la fuente inagotable del amor divino: Jesucristo. No le hace falta ver, para conocer; porque conoce con los ojos del querer, iluminados por el Espíritu.

  Y Pedro, ante la posibilidad de encontrarse con su Maestro, se lanza al mar lleno de esa audacia maravillosa, que supera todas las dificultades. No hay distancias, para el que cree. No hay discusiones, para el que se rinde a la fe; y Simón ha aprendido la lección, en el transcurso de esta Pascua. Decía san Josemaría, que si los cristianos tuviéramos el amor de Juan y la fe de Pedro, seríamos imparables; y no se encontrarían redes suficientes para abarcar los frutos de nuestra tarea apostólica. Ese debe ser en realidad nuestro objetivo, al meditar este episodio: estamos en la Barca de Pedro, como uno más de aquellos discípulos; y, por propia voluntad, hemos decidido unir nuestro destino al Señor, trabajando –codo con codo- con nuestros hermanos. Todos nos necesitamos: unos para ayudarnos a conocer; otros, para no permitirnos desfallecer; los más, para que permanezcamos  fieles a nuestra fe.

Es posible que Jesús pase entre nosotros, con el rostro de aquel desconocido, que nos necesita. Y es preciso que sepamos ver, como lo hizo Juan, en cada uno de los que nos rodean, los rasgos de la imagen divina que el propio Dios plasmó en la Creación. No importa que la vida y el pecado, hayan deformado esas facciones; porque en el fondo de su alma sigue escondido el aliento de Dios, que le llama incansablemente al arrepentimiento y la conversión. Sólo el amor nos permitirá ver a Cristo en los demás; y nuestra vocación nos urgirá a salir a su encuentro. Pero sólo si recibimos la Gracia de los Sacramentos, donde el propio Dios nos espera para alimentarnos, seremos capaces de recibir la fuerza necesaria para nadar contra la corriente de esta vida, y alcanzar la orilla donde el Señor nos espera hoy, mañana y siempre.