13 de abril de 2014

¡El Centro de nuestra vida!



Evangelio según San Juan 11,45-57.



Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos.
Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación".
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada.
¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?".
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación,
y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús.
Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse.
Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?".
Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan comienza con los hechos que confirman aquellas palabras que el Maestro, en distintas ocasiones, dijo sobre Sí mismo: Él había venido a este mundo, a ser signo de contradicción. Todos los que estaban allí reunidos, habían escuchado el mismo mensaje, porque Jesús había hablado en público para todos ellos. Pero cada uno lo había interiorizado de una manera distinta: haciéndolo suyo o, por el contrario, cerrándose a él.

  Unos han permitido que la luz de Dios les penetrara; otros, sin embargo, han vallado su corazón para no posibilitar su paso al Señor. Es la actitud interior, con la que recibimos a Cristo, la que hace que la semilla fructifique o bien, se desperdicie. Dios nos ama libres, y por ello nos da la capacidad, a través de nuestra voluntad, de elegirlo por encima de otras muchas posibilidades. Aquellos hombres que estaban en casa de María, han visto realizarse el milagro de la resurrección, pero no todos han reaccionado de la misma manera: unos creyeron  y aceptaron a Cristo como el Mesías; dispuestos a soportar la incomprensión y la persecución de los dirigentes de Israel. Otros en cambio, ante un hecho evidente, buscaron todas las razones posibles para no tener que complicarse la vida y enemistarse con los miembros del Sanedrín. Éstos fueron aquellos que denunciaron a Jesús, ante el Sumo Sacerdote. Observamos aquí, una vez más, como el milagro no mueve a la fe si el hombre no está dispuesto a confiar en la Palabra; sometiendo a Dios su inteligencia y su voluntad. Si no necesitamos ver para creer, sabremos advertir la Luz del Señor, que ilumina todas las cosas.

  Juan ha querido dejarnos escritas las palabras de Caifás, porque entrañaron un doble sentido que se iluminó con la Resurrección y la venida del Espíritu Santo: “Conviene que un solo Hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación”. Sin darse cuenta de lo que había dicho uno de los últimos pontífices de la Antigua Alianza, profetizó la investidura del Sumo Sacerdote de la Nueva, que la sellaría con su propia sangre. Cristo será el Sacerdote que ofrecerá la víctima al Padre, por cada uno de nosotros. Y, a la vez, será el Cordero inmaculado que se entregará para librarnos a nosotros, con su sufrimiento sustitutivo.

  Mediante la muerte de Cristo en la Cruz, se fundará el Nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia; donde se reunirá a todos los hijos, que estaban dispersos. El Señor ya había revelado a través de sus profetas, que estos momentos llegarían. Por eso Jeremías anunció que se formaría, en el tiempo preciso, una Nueva y definitiva Alianza:
“Mirad que vienen días –oráculo del Señor- en que pactaré una nueva alianza en la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos rompieron mi alianza, aunque yo fuera su Señor –oráculo del Señor-. Sino que ésta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días –oráculo del Señor-: pondré mi ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,31-33)

  Comienza el cumplimiento de las promesas, donde cada uno de nosotros elegirá y se comprometerá libremente, a pertenecer al Reino de Dios. Es impresionante, y creo que son unos momentos decisivos para ello, que antes de acometer los hechos que van a acontecer, hagamos un profundo examen de conciencia sobre nuestra pertenencia a la familia cristiana. ¿Tenemos, como dice Jeremías, la ley divina impresa en el pecho e inscrita en nuestro corazón? ¿O sólo forma parte de una información, una costumbre o una acomodación? Vienen momentos difíciles para el Señor –se acerca su Pasión- y desde ellos, nos pedirá un testimonio intemporal de amor y fidelidad a su Nombre.  

  Cuando Cristo sea exaltado en la Cruz, atraerá y reunirá al verdadero Pueblo de Dios, que estará formado por todos los creyentes, sean o no israelitas. Todos los hombres estamos invitados a ese pueblo único que ha de extenderse por todos los siglos para que se cumpla la promesa de Dios, que creó una única naturaleza humana y decidió reunirnos a todos, en su Hijo Jesús. Por eso Dios nos llama desde esa Cruz de palo, donde ha ofrecido al Señor por nosotros, a que nosotros nos ofrezcamos cómo miembros de su Iglesia, sellándolo con el compromiso del amor. Llega el momento donde se van a dar cumplimiento a las palabras de Ezequiel:
“Pondré sobre ellas un pastor que las apacentará, mi siervo David. Él las apacentará, será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor he hablado. Estableceré con vosotros una alianza de paz…” (Ez 34, 23-25)
“Y diles: Eso dice el Señor Dios: “Yo tomaré a los hijos de Israel de entre las naciones a las que se han ido, los reuniré de todas partes y los haré entrar en su tierra. Haré de ellos un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel, y tendrán un solo rey” (Ez 37, 21-22)
O las de Isaías:
“No temas, que yo estoy contigo:
De oriente haré venir tu estirpe,
Y de occidente te congregaré”
(Is. 43,5)

  O la de tantos otros profetas que dieron testimonio de ese día, que ya está próximo. Llega el tiempo donde Cristo nos pedirá, con el derramamiento de su sangre, que nos liberemos del pecado y renunciemos a nuestras viejas costumbres, para abrir los brazos a la novedad del Evangelio. Nos pedirá que le dejemos entrar en nuestro corazón; que le dejemos ser el Centro de nuestra vida.