25 de abril de 2014

¡Demos testimonio!



Evangelio según San Lucas 24,35-48.



Los discípulos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes".
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu,
pero Jesús les preguntó: "¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas?
Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo".
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies.
Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo para comer?".
Ellos le presentaron un trozo de pescado asado;
él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos".
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras,
y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día,
y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto."


COMENTARIO:

  San Lucas nos muestra en su Evangelio, la reacción de aquellos discípulos de Emaús, que han regresado alborozados para contar al resto, su encuentro con Jesús. Parece que el Señor quiere que, antes de manifestarse con su presencia, sean los propios hombres que han vivido la experiencia, los que den al mundo el testimonio de su fe. Así ha sido contigo y conmigo, que un día vivimos ese encuentro con Jesús; porque conocer a Cristo es, necesariamente, sentir la necesidad de transmitirlo a aquellos que quieres y a los que deseas que gocen de una vida mejor. A veces lo comparo a tener el número ganador de la lotería; porque sin duda, lo participaríamos a todos aquellos que sabemos que les puede beneficiar, y que son la mayoría. Pues bien, descubrir al Hijo de Dios en y entre nosotros, es dar respuesta a todas las preguntas oscuras que nos puedan surgir, y alcanzar la alegría gozosa de sabernos el objeto prioritario del amor de Dios. Y ese convencimiento, conlleva la paz de espíritu tan necesaria para alcanzar la felicidad soñada. Por eso no debe extrañarnos que el Señor nos anuncie siempre, con su presencia, la llegada de la calma y el sosiego a nuestras almas.

  En la narración de la aparición del Señor, podemos percibir esa pedagogía divina, que acabo de comentaros. Ya que una vez que los apóstoles se han convencido, por el testimonio de los que se lo transmiten, de la resurrección del Señor, Jesús aparece entre ellos para enseñarles los pormenores de dicha resurrección. Les muestra, porque quiere que les quede muy claro, que no es un simple espíritu; sino que ha resucitado con la misma Carne, con la que murió en la cruz. Que es ese Hombre que anduvo con ellos que, sin dejar de ser Dios, asumió la naturaleza humana para devolvernos la vida eterna y hacernos con Él, hijos en el Padre. Que ha querido ser Uno más entre nosotros, para que nosotros elijamos ser algo más que uno de ellos y, con Él, nos hagamos más divinos. Que estará siempre a nuestro lado, entendiendo nuestras caídas y ayudándonos en nuestras recuperaciones. Porque para eso ha derramado su Sangre, para que nos limpie y nos inunde la Gracia, que nos dará la fuerza de resistir al pecado, y así participar de la Redención conseguida.

  El Señor quiere estar presente, con su Cuerpo y con su Sangre, en medio de esa Iglesia naciente, que tiene miras de eternidad. Y se quedará con ella para siempre, tras subir al Padre, en la especie sacramental.  Por eso les confía, al encontrarse con ellos, la misión que ya estaba en el designio divino, desde antes de la Creación: que prediquen al mundo el misterio de Cristo, para la salvación universal; y que lo hagan como sus testigos. Que clamen a ese mundo que lo ha crucificado, que ha llegado la hora de decidirse por Dios, cueste lo que cueste. Que aceptar, asumir y participar del amor de Dios, no es algo impuesto por Ley, por raza o por lugar de nacimiento, sino la elección libre del hombre que, venciendo su naturaleza caída, hace del Evangelio su vida. El Padre quiere que, si queremos, nos hagamos uno con el Hijo y bebamos de esa agua, que brotó del costado de Cristo. Y quiere que, para ello, nos hagamos Iglesia y participemos a las gentes, de la gloria de la salvación de Nuestro Señor.  Ese Cristo, que se presentó a los primeros, sigue estando entre nosotros; nos espera en la soledad y la quietud Del Sagrario, para compartir los proyectos que, en aquel día, nos encargó. No le defraudemos, como no le defraudaron los que se encontraban allí. Seamos fieles a su Persona; seamos fieles a su mensaje; seamos cristianos.