20 de abril de 2014

¡Cristo sale a nuestro encuentro!



Evangelio según San Mateo 28,1-10.


Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a visitar el sepulcro.
De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Angel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella.
Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve.
Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos.
El Ángel dijo a las mujeres: "No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado.
No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba,
y vayan en seguida a decir a sus discípulos: 'Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán'. Esto es lo que tenía que decirles".
Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y fueron a dar la noticia a los discípulos.
De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y, abrazándole los pies, se postraron delante de él.
Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, y allí me verán".

COMENTARIO:

  El Evangelio de san Mateo, nos presenta la verdad culminante de nuestra fe en Cristo: su Resurrección. Ayer, morimos todos al pecado en la naturaleza humana del Señor; y hoy, resucitamos con Él a la nueva vida de la Gracia. La muerte ha sido vencida, y nuestra esperanza tiene miras –en el Amor- de eternidad.

  Este hecho increíblemente maravilloso y sobrenatural, es justamente eso: un hecho. Que fue atestiguado y vivido por la primera comunidad cristiana; donde cada uno de ellos tuvo la certeza, que le dio la fuerza a la Iglesia primitiva, para defender la verdad de la Resurrección a costa de su propia vida; y lo que es peor, de la de toda su familia. La Tradición la ha guardado, como el más preciado tesoro; y el Nuevo Testamento la ha predicado cómo el núcleo central de nuestro ser y nuestro existir cristiano. Este suceso, que conlleva una realidad histórica testificada por los discípulos y las mujeres que se encontraron con Él, es a la vez un acontecimiento sorprendente y misteriosamente trascendente, que requiere la sumisión de la inteligencia ante una manifestación, que se nos hace totalmente inexplicable: hoy, en Cristo, se han hecho patentes las promesas del Génesis; se han cumplido los vaticinios de los profetas; y en el “primogénito de entre los muertos”, como nos dijo san Pablo, se ha hecho presente el principio de nuestra propia resurrección. Hoy se ha cumplido la justificación de nuestra alma; mañana, se vivificarán nuestros cuerpos.

  En aquel tiempo en que las mujeres no éramos, prácticamente, consideradas, llama la atención que los evangelistas coincidan en que las primeras apariciones del Señor fueron a las “santas mujeres”. Pero no hay que olvidar que fueron ellas, cuando la mayoría de los hombres escaparon ante el prendimiento de Jesús, las que permanecieron fieles a su lado; y demostraron un amor desinteresado y generoso. Y para ello, para agradecerles su fidelidad, Jesús no encuentra manera más maravillosa, que demostrarles a ellas las primeras, con su presencia, que ha valido la pena mantenerse firmes en la fe. El Maestro, en su vida, jamás participó de convencionalismos; ni dio la espalda a nadie que recurriera a su divina misericordia, porque siempre se volcó en aquellas personas que le abrieron su alma y le entregaron su vida: blancas, negras o amarillas; ricas o pobres; hombres o mujeres; jóvenes o ancianos; listas o torpes; todos hemos tenido cabida en su inmenso corazón.

  Nos habla el texto de un movimiento de tierra, ante la magnificencia del hecho que acababa de ocurrir. Era como si la propia naturaleza quisiera proclamar al mundo, esa nueva creación que se daba en la vida nueva que nos trasmite el Señor: en Él hemos sido hechos hijos de Dios. Aquel que por nosotros se hizo Hombre y sufrió hasta el extremo, nos ha convertido en sus hermanos y, por la Gracia del Bautismo, hemos adquirido el rango de familia cristiana. Jesús ha devuelto a la vida, con su Resurrección, su verdadero sentido: ese proceso en el tiempo, donde cada uno de nosotros elegirá en libertad –como hicieron nuestros primeros padres- si desea seguir el camino de la salvación, ganada por Cristo, que nos conduce hasta Dios.

  Todo se llenó de Luz, con la presencia del Resucitado, y se iluminaron las promesas que desgranó en el tiempo, la Escritura Santa. Se desvela el misterio y todos conocemos que ese Jesús de Nazaret, que compartió y comparte en la Palabra hablada y escrita nuestra existencia, es en verdad el Hijo de Dios. Se acabó el temor a lo desconocido, porque todo ha sido desvelado; al sufrimiento, que compartió el Maestro con nosotros; al sepulcro, que ha abierto las puertas a la vida. Cristo ha vuelto para darnos, en los Sacramentos, esa sabia divina y vital que nos une a su Persona, para no terminar jamás.

  La verdadera Resurrección del Señor, nos la presenta el evangelista mostrando –sin ningún miedo- la difamación que trabaron los enemigos del Maestro, cuando fueron informados de que el sepulcro estaba vacío: no se les ocurrió mejor argumento, que alegar que los discípulos habían robado el Cuerpo. No hay nada más absurdo que pensar que unas personas, por ser fieles a una mentira que en nada les beneficia, serán capaces de morir por mantenerla. Y eso fue lo que le ocurrió a la Iglesia primitiva que, a pesar de todas las tribulaciones que tuvo que pasar en la proclamación de la verdad de los hechos ocurridos, fue siempre fiel –aunque le costara el destierro, la privación de libertad o la muerte- a lo que sus ojos habían contemplado y sus oídos habían escuchado: a Cristo, Nuestro Señor.

  Ese enviado divino, que anunció a María su virginal encarnación; o aquel que tranquilizó a José en sueños; o el que fue enviado para poner sobre aviso a la Sagrada Familia, de los planes del Rey Herodes; se encarga ahora de tranquilizar a las mujeres y encaminarlas hacia El Señor. Y Jesús, como siempre, les sale al encuentro. Hoy es un día maravilloso para recordar en qué momento te encontraste con Él; en qué lugar te diste cuenta de que tu vida no sería la misma, si no la vivieras a su lado: ese instante en el que comprendiste que su presencia, daba el verdadero y total sentido a tu vida. Hoy es un día maravilloso para acercarnos, como aquellas mujeres, a abrazar con fuerza a Nuestro Señor. Nos espera en la Eucaristía, para susurrarnos en nuestro interior esa frase divina que marca un antes y un después en nuestro compromiso cristiano: “No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán”. Hoy Jesús nos llama a ser coherentes con nuestra responsabilidad como discípulos suyos; nos insta a proclamar el Evangelio sin miedo y acercar a nuestros hermanos a la Iglesia, donde el Señor los espera en la Galilea de sus Sacramentos.