25 de marzo de 2014

¡Todos tenemos cabida!




Evangelio según San Lucas 4,24-30.


Cuando Jesús llegó a Nazaret, dijo a la multitud en la sinagoga: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país.
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio".
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, Jesús nos anuncia veladamente, los acontecimientos próximos que van a suceder. Nos indica cómo parte de su pueblo, conseguirá que lo condenen a la flagelación y a la muerte. Y lo harán para silenciar unas palabras que los afrentan a una forma determinada de vivir; y les exige la conversión de sus corazones. Cristo es, lo sabemos todos, Profeta, Sacerdote y Rey; y es en esa primera misión suya, donde Israel - como ya hizo antiguamente-  no está dispuesto a escuchar el mensaje divino que le recrimina sus actuaciones. Por ello el Maestro les recuerda que esa costumbre de rechazar a los enviados de Dios, fue la causa de que profetas, como Elías y Eliseo, ayudaran a miembros de pueblos extranjeros –Siria y Sidón- que se encontraban lejos de la fe de los judíos, pero receptores a la verdad divina.

  Hoy, en su presencia, sus conciudadanos vuelven a cometer los mismos errores, como si la historia no les hubiese enseñado nada. Pero esta vez, el Hombre que habla y se expresa en nombre de Dios, es el propio Dios que se ha hecho Hombre. Es el Profeta por antonomasia, que encarna todas las promesas de los que recorrieron los caminos de Israel, como mensajeros divinos, vaticinando su llegada. Y, como hicieron con aquellos, los hombres de todos los tiempos intentarán silenciarlo. Pero esa Cruz en la que clavarán a Nuestro Señor, será el altavoz que propagará al mundo de todas las épocas, la Verdad del Evangelio que han querido enmudecer.

  Ahora, la Voz de Dios comunicada por la Iglesia de Cristo, se abrirá a todo el mundo que esté dispuesto a escuchar. Jesús ha fundado en Sí mismo este Nuevo Pueblo que camina a su lado, transmitiendo la Redención. En Él, todos tenemos cabida y somos hechos ciudadanos del Reino, por las aguas del Bautismo; cumpliéndose, en cada uno de nosotros, el compromiso y la alianza que el Señor ya vaticinó a aquellos vecinos suyos de Nazaret: la apertura a la salvación y la santidad de todos los pueblos de la tierra. Ya no es un lugar, ni una Ley la que marca nuestra condición de hijos de Dios; sino la voluntad libre de pertenecer a Cristo y, en Él, adquirir los derechos que nos confiere la filiación divina.

  Pero como Jesús nos ha dicho muchas veces: un discípulo no estará por encima de su maestro; y por ello la Iglesia, que es el Cuerpo de Nuestro Señor donde cada uno de nosotros ha sido insertado en Cristo por la Gracia, está llamada por su misión profética a sufrir los mismos ataques, difamaciones y sufrimientos que sufrió Jesús, mientras predicó la salvación entre los hombres. Propagar la fe no será un camino de rosas, porque cómo entonces, a nadie le gusta que le recriminen su forma de vivir. A nadie le gusta que le recuerden, que vamos a morir. Y mucho menos que le hagan memoria, de que tendremos que rendir cuentas de nuestros actos, a Aquel que ha sido la causa de que nuestras acciones fueran meritorias, porque están basadas en la libertad. Pero nos guste o no, eso es así; y por ello no deben asustarnos las agresiones periódicas –verbales y físicas- que padece la Iglesia o alguno de sus miembros. Estamos avisados que, como transmisores de la fe, padeceremos la misma incomprensión y el mismo odio que sufrió Jesús por parte de los seguidores del diablo.

Pero hemos de tener en cuenta que, como nos cita el texto, en aquellos momentos que intentaron matar al Maestro, despeñándolo por un barranco, no lo consiguieron. Porque será Jesucristo quien entregue su vida, cuando considere que es el momento preciso para cumplir la voluntad de su Padre. Nadie se la quita, sino que es Él quien nos la entrega. Y es ese designio divino el que tiene que mantener nuestra esperanza, ante los ataques a nuestras creencias. Es el propio Hijo de Dios el que nos ha prometido que las puertas de la Iglesia resistirán los embistes del enemigo, porque en ella se encuentra Nuestro Señor.