6 de marzo de 2014

¡Sólo vale, la fidelidad a Dios!



Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.


Jesús dijo a sus discípulos:
Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo.
Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha,
para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que con eso, ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro,
para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Mateo, el Señor continúa enseñándonos cuál es el verdadero camino para alcanzar la salvación; dejando bien claro que lo que hace irreprensible al hombre, es la actitud que surge de su corazón y las obras que lo manifiestan: ese dolor de la ofensa infringida a quien es el Amor de los Amores; esa lucha por cumplir la voluntad divina y mantener esa intimidad con Dios, que nos permite vivir con rectitud de intención.

  Para los Maestros de la Ley de aquel momento, al cumplimiento de los Mandamientos se había añadido, de forma obligatoria, la limosna, el ayuno y la oración; viviendo estas prácticas de piedad,  no como una consecuencia del trato íntimo con el Señor, sino como una forma ostentosa y visible, donde los demás juzgaban su fe por sus manifestaciones externas. Recriminando el Maestro desde estas páginas, que ese trato personal con Dios fuera de todo, menos íntimo; y les sirviera para jactarse ante los demás de una piedad formalista que, en realidad, se olvidaba del sufrimiento de los más necesitados y del amor a sus hermanos. Que las palabras que surgían de sus labios, eran buenas; pero estaban desprovistas de sentido, ya que su verdadera finalidad había sido traicionada.

  Todos nuestros actos de piedad deben ser esto: un abismo abierto a la misericordia y al amor de Dios; donde los demás, sean quién sean, son nuestros iguales. No podemos orar al Padre, menospreciando a sus hijos; no podemos ayunar y mortificarnos, si no estamos dispuestos a repartir nuestra comida con los hambrientos. No podemos depositar una limosna, de forma visible y manifiesta, si somos incapaces de luchar para que todos tengan lo que les corresponde. El Señor nos pide esa coherencia cristiana que une las palabras a la verdad del corazón; y, a la vez, une las acciones a la sinceridad de nuestro compromiso. Nos pide que nos preparemos, con dolor de contricción, para esos momentos que se acercan; donde Jesús querrá compartir con nosotros, el sacrificio de la Redención.

  Jesús hace también referencia, y es consecuencia de sus palabras anteriores, a la forma en que debemos dirigirnos al Padre; porque aunque sea una actitud personal, requiere, inevitablemente, de la sencillez y la veracidad. Debemos rezar como somos; sin hacer un teatro donde intentamos proyectar una imagen piadosa conveniente, pero no real. Donde nos importa más la opinión de los que nos rodean, que la consideración que tenga Dios de nosotros. Pero Jesús nos recuerda que, aunque lo intentemos, las obras terminarán hablando por nosotros. Porque el que ama a Dios, se entrega a su voluntad, aunque ésta sea costosa. Le busca en cada momento y circunstancia, y hace de su vida, oración.

  El Maestro nos pide que seamos ejemplo de esta actitud cristiana que vive como piensa y cree, alegre y dispuesta a todo con la Gracia de Dios, aunque ese todo a veces nos mortifique. Es ese júbilo y entusiasmo que nos mueve, aún en la dificultad, a saber que estamos en el camino adecuado que nos lleva al lado del Señor. Y esa actitud no está reñida con la práctica de la penitencia y del sacrificio voluntario, donde preparamos el alma para compartir el dolor que va a sobrevenir, en la trayectoria que llevará a Nuestro Señor al Monte Calvario. Aceptamos nuestra pequeña cruz, con libertad y esperanza, para de una forma íntima y personal compartirla con Cristo. Sin que nadie lo perciba, porque a nadie le importa, sólo a Dios.

  No podemos presumir de nada ante los demás, porque nada tenemos, salvo que el Señor nos haya llamado para trabajar en su viña; que nos haya escogido para corredimir con Él, ya que ese aprecio es nuestra más alta estima: ser hijos de Dios en Cristo. Y esa labor no puede servir para escalar puestos relevantes en este mundo, desvirtuando una entrega que cobra el matiz del interés; sino que debe predisponernos a prescindir de ellos, si es su Voluntad, y ocuparnos de transmitir su Palabra y su Salvación. Solamente hemos de rendir cuentas al Señor, de la fidelidad a la misión que nos ha encomendado; todo lo demás son accesorios que ni nos quitan, ni nos añaden. No seremos mejores porque alguien así nos lo diga; ni peores, porque algunos lo piensen. Seremos, en función de nuestra íntima respuesta y nuestras acciones responsables al amor divino. Cristo nos trae la paz de aquel que, cumpliendo con su deber, descansa y espera el único reconocimiento que le importa: el del Padre Celestial, que nos espera y acoge.