Evangelio según San Lucas 6,36-38.
Jesús dijo a sus
discípulos:
«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Lucas, nos remite al centro de la enseñanza que Jesús nos dio en el Discurso
de la Montaña. Allí nos hablaba de ser perfectos como Nuestro Padre celestial
lo es; y aquí nos pide que nos comportemos con la compasión, la misericordia y
el amor con que Dios trata a sus criaturas, que son el distintivo de su
perfección. Pero como nos dirá san Cesáreo de Arlés, la forma de expresar estos
sentimientos se traduce, para los hombres, en la obras de conmiseración que
tenemos para nuestros hermanos. Son esos hechos concretos con los que
intentamos paliar y, si se puede, terminar con el sufrimiento que los acongoja.
Es ese compadecerse del dolor ajeno, porque lo sentimos en el alma como propio.
Y es rezar a Dios por ellos, mientras intentamos mitigar, con nuestros medios
humanos, aquello que es la causa de su desgracia.
Pero Dios, como
ocurre siempre, va más allá; y nos pide que ejerzamos la misericordia, como una
invitación a la generosidad del alma que es capaz de perdonar las ofensas
recibidas. Sabe el Maestro que no hay nadie más desgraciado, que aquel que hace
daño a sus semejantes y vive de la mentira y la murmuración. Sabe que no hay
peor enfermedad que la del pecado, y que no hay mayor dolor existencial que
sentirse alejado de Dios. Por eso nos llama a recapacitar y a darnos cuenta,
que esos que intentan causarnos dolor son en realidad los más necesitados de
nuestras oraciones. Y no se puede elevar una petición al Señor, si en nuestro
corazón reina la discordia.
Jesús nos insta,
es más, nos exige que como discípulos suyos no guardemos rencor. Que nos
libremos de ese sentimiento arraigado y tenaz, de odio y antipatía, que nos
destruye como personas y, en el fondo, no nos permite alcanzar la verdadera
felicidad. El Señor nos pone esa condición necesaria e ineludible, para formar
parte de su Reino; pero sabe, a su vez, que sólo con nuestras fuerzas seremos
incapaces de ser indulgentes con aquellos que nos han causado un daño personal
o familiar. Por eso nos llama a recibir la fortaleza necesaria para que nuestra
voluntad sea capaz de querer “querer”. Y esa capacidad sólo la alcanzaremos a
su lado, viviendo con intensidad los Sacramentos.
Aprenderemos a
perdonar, siendo perdonados en la Penitencia. Y es allí donde comprendemos que
ese Dios que hace borrón y cuenta nueva, nos pide que demos a los demás lo
mismo que recibimos: la comprensión de nuestra debilidad y la oportunidad de
reparar nuestros errores. Porque Jesús sana nuestro corazón con el amor, que es
la mayor medicina para los que nos encontramos enfermos por las faltas cometidas. El Señor
quiere que en nuestro interior no haya sombras que dificulten que brille la luz
de la fe. Quiere que abramos nuestras puertas al amor de Cristo y, con Él,
erradiquemos esos odios, que son el fruto de un orgullo mal entendido. Hemos de
comprender que no somos moneda que a todos gusta; y que cada uno puede tener su
opinión sobre nosotros. Si a eso le añadimos que el diablo no descansa, y
fomenta la envidia y la incomprensión, tendremos esa mezcla explosiva que es la
base de la calumnia y la murmuración. No caigamos en eso, porque ese
sentimiento es impropio de los hijos de Dios.
El Señor no nos
habla de compartir nuestro tiempo y nuestro espacio con aquellos que nos
quieren mal. El propio Cristo evitó regresar a Jerusalén, cuando sabía que
algunos le buscaban para matarle, hasta que llegó el momento de cumplir la
voluntad del Padre. Lo que el Maestro nos indica es que, aunque nos protejamos
de los que nos quieren dañar, evitemos tener hacia ellos sentimientos de
rencor. Que sepamos compadecerles y pedir a Dios que les deje ver su error,
para gozar todos juntos de un mundo sin odios y sin maldad. Tal vez, sin darnos
cuenta, nosotros fuimos la causa de su animadversión hacia nuestra persona. Tal
vez, no supimos abrirles nuestro corazón para que tuvieran cabida en él. Por
eso con tantos “tal vez” no podemos juzgar su actitud y, mucho menos, guardar
en nuestro interior un sentimiento que sólo sirve para destruir al que lo
posee, porque es una ganancia del enemigo, que vive del resquemor. Sepamos
participar del amor de Dios; con dificultad, con esfuerzo, pero sobre todo con
constancia. Sepamos perdonar, tomando ejemplo de sus palabras, “setenta veces
siete…”