28 de marzo de 2014

¡No cedamos ni un palmo!



Evangelio según San Lucas 11,14-23.


Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada,
pero algunos de ellos decían: "Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.
Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: "Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra.
Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul.
Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces.
Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.
Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras,
pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.
El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.

COMENTARIO:

  Vemos, en este Evangelio de Lucas, como los adversarios de Jesús, que no descansan nunca, acuden ahora ante Él con una acusación gravísima; denunciando que es el diablo quién actúa a través del Señor. Se percibe como aquellos hombres, que ante los milagros realizados se van quedando sin razones para no aceptar a Cristo como el Mesías prometido, cierran sus ojos a la Luz y se obstinan en mantener una mentira, que les permita seguir viviendo en un mundo de error y pecado.

  Jesús les rebate la injusta imputación, advirtiéndoles del peligro en el que se encuentran al obstinarse en negar la actuación de Dios a través de su Hijo. Ellos, que como pueblo habían recibido el favor de Dios, ahora, por su rechazo a Cristo, se convierten en el lugar adecuado donde el maligno puede multiplicar su actividad. Jesús le hace ver, con el propio sentido común, que a Satanás no le conviene abandonar los cuerpos de aquellos que están poseídos; y que solamente el poder divino es capaz de liberar a los hombres de la esclavitud del pecado: para eso ha venido Cristo; y para eso morirá en la Cruz.

  Nuestro Señor, con su sacrificio, romperá las cadenas que nos ataban al diablo y, con su Gracia, permitirá que nos inunde –si lo dejamos- la Vida divina. En ese momento recuperaremos las fuerzas para volver a caminar y acercarnos voluntariamente a Jesús; retomaremos el habla y seremos capaces de alabar al Señor, en cualquier momento y lugar; y se abrirán nuestros ojos, que estaban ciegos, para contemplar a Dios y con Él, a nuestros hermanos.

  Pero Jesús nos advierte en este texto, que hemos de tener una actitud radical que nos obliga a no coquetear con la tentación. Que no podemos confiar en nuestras fuerzas, heridas por la debilidad del pecado, y abrir nuestra alma a la seducción del maligno; porque éste aprovechará para tomar posesión de ella y oscurecer la luz de nuestro conocimiento –sembrando dudas- y quebrar nuestra voluntad –cediendo a nuestros más bajos deseos-. Que sólo al lado del Señor e inundados de su Gracia, seremos capaces de apreciar el juego diabólico y resistirnos a sus sugestiones.

  San Pedro y san Pablo ya nos previnieron sobre el peligro que tenemos todos los bautizados, de entablar un diálogo con la incitación de Satanás; aconsejándonos no ceder ante las insidias del enemigo, por lo mucho que podemos perder, ya que estar en pecado es morir a la Vida eterna. Es volver a crucificar a Cristo, por nuestra desobediencia voluntaria. Es lo peor que le puede suceder a un ser humano, con diferencia; y, en cambio, el diablo ha conseguido que no estar en Gracia sea visto, por parte nuestra, como algo casi natural. Por eso he creído conveniente trasladaros las palabras de los Apóstoles, para que juzguéis por vosotros mismos la importancia de ser fieles a la Ley de Dios:
“Porque es imposible que quienes una vez fueron iluminados, y gustaron también del don celestial, y llegaron a recibir el Espíritu Santo, y saborearon la palabra divina y la manifestación de la fuerza del mundo venidero, y no obstante cayeron, vuelvan de nuevo a la conversión, ya que para su propio daño, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y le escarnecen. Porque la tierra que bebe la lluvia caída repetidamente sobre ella y que produce buenas plantas a los que la cultivan, recibe las bendiciones de Dios; pero la que hace germinar espinas y abrojos es despreciable, y está próxima a la maldición, y su final es el fuego” (Hb. 6, 4-8)
“Porque si después de haber escapado de las impurezas de este mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se dejan atrapar nuevamente por ellas y son vencidos, sus postrimerías resultan peores que los principios. Más les valiera no haber conocido el camino de la justicia que, después de conocerlo, volverse atrás del santo precepto que se les entregó. Se ha cumplido en ellos aquel proverbio tan acertado: “El perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada a revolcarse en el fango””. (2P 20-22)

El Señor nos habla de lucha; de no ceder ni un palmo de terreno a ese adversario que intentará convencernos de lo absurdo de nuestra actitud. Ya que es justamente esa actitud prudente, que reza a Dios pidiéndole las fuerzas para vencer al enemigo y vive los Sacramentos, la que nos permitirá salir airosos de nuestra batalla con Satanás. Él conoce nuestro interior, porque antes del Bautismo nos tenía esclavizados; pero Jesucristo, mucho más fuerte que él, ha conseguido vencerlo y desalojarlo de donde se había enseñoreado: de nuestra alma. Ahora, si estamos en Gracia, somos Templo del Espíritu Santo y la Trinidad vive en nosotros. Ahora, una vez expulsado el demonio de nuestro corazón, Cristo ha hecho vida en nosotros y nosotros somos uno en Él. Pero no olvidemos nunca, porque es la única manera de estar prevenidos y preparados, que el maligno no se rendirá jamás, ni aceptará perder lo que ya tenía conquistado. Por eso, cómo nos advierte el Señor, la vida del cristiano será una lucha constante, donde aunque perdamos alguna batalla, debemos estar dispuestos a ganar, con la ayuda de Dios, la guerra.