18 de marzo de 2014

¡La disponibilidad a los planes de Dios!



Evangelio según San Mateo 23,1-12.



Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:
"Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés;
ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen.
Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.
Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos;
les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas,
ser saludados en las plazas y oírse llamar 'mi maestro' por la gente.
En cuanto a ustedes, no se hagan llamar 'maestro', porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos.
A nadie en el mundo llamen 'padre', porque no tienen sino uno, el Padre celestial.
No se dejen llamar tampoco 'doctores', porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.
Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros,
porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo contiene unas advertencias del Señor contra la actitud de algunos escribas y fariseos, que no eran coherentes con la fe que profesaban. Pero en ningún momento, Jesús hace una condena general a los doctores de la Ley; entre otras cosas porque algunos de ellos seguirán al Maestro y enseñarán los misterios del Reino a sus discípulos. Lo que ocurre es que, en su conjunto, Cristo les afea esa conducta que se fijaba y se guiaba más por las apariencias externas, que por vivir de acuerdo con la Verdad. Y aprovecha, no para abolir la Ley que enseñaban, sino para purificarla de esas cargas inútiles que habían añadido y que ellos no cumplían, y llevarla a su plenitud.

  El señor hace un paralelismo entre la conducta de los maestros judíos y la que deben seguir los maestros cristianos; contrastando los errores de unos, para que no los cometan los otros. Ante todo, Cristo hace hincapié en esa virtud que debe ser el distintivo de todos sus discípulos: la humildad. Porque a través de ella, enseñar no es un motivo de orgullo o medio para alcanzar una posición, sino la capacidad de servir que distingue al ser humano. Jesús avisa a todos aquellos que van a formar parte, dentro de la Iglesia, de una potestad específica o un lugar destacado, que Dios los ha puesto allí para que sean instrumento de la salvación de sus hermanos. Porque todos los bautizados pertenecemos y estamos en la Barca de Pedro, para cumplir fielmente la misión encomendada por el Señor. Y si somos capaces de lograrlo, no es por méritos propios, sino por la Gracia que el Paráclito ha entregado a su Iglesia, y que cada uno participa como hijo de Dios en Cristo.

  Tener orgullo de un servicio que ha dado buenos frutos sería, como decía santo Tomás de Aquino, cómo si el pincel que el pintor ha utilizado para realizar un cuadro magistral, se erigiera como el artífice de la obra. Evidentemente que hemos de estar limpios y bien preparados, para que la pintura se extienda bien a través del lienzo; pero sólo esa es nuestra utilidad: la actitud con la que aceptamos que el Señor realice su creación, a través de nosotros. Todos somos iguales a los ojos de Dios; la única diferencia es que nuestro Padre ha puesto en nosotros distintas particularidades, que nos hacen especiales, para que seamos capaces de cumplir –si queremos- la misión que nos ha confiado y por la que nos ha llamado a la vida. Pero si lo hacemos bien, si somos fieles a las indicaciones divinas que recibimos en la oración, los sacramentos y la dirección espiritual, el mérito de lo conseguido será sólo de Dios. No olvidemos lo que ya nos anunciaba san Pablo, en sus cartas: que si no fuera por la fuerza del Espíritu Santo, que recibimos en el Bautismo; y debido a nuestra naturaleza herida por el pecado original, ninguno de nosotros sería capaz, ni tan siquiera, de elevar un clamor al Señor y decir su Nombre.

  Ese es el descubrimiento que hace que el cristiano no deba jamás pecar de orgullo: somos, porque Dios nos mantiene en el ser; sino, ni tan siquiera estaríamos. El único valor que hay en nosotros, sacos de gusanos, nos lo da el Padre al elevarnos a la dignidad de hijos suyos, por la sangre de Cristo; y hacernos cooperadores libres de los planes de la Providencia. Así lo entendió María, cuando respondió al Ángel asumiendo la voluntad divina como propia y aceptando ser la Madre del Hijo de Dios. Ella sabía que su único mérito, era consecuencia de la disponibilidad al proyecto de la salvación de los hombres. Que su verdadero valor, era descansar en los brazos del Señor y aceptar su disposición. Y eso es lo que nos pide Jesús, a todos los llamados a trabajar en su viña: entregar lo poco que somos y lo escaso que tenemos, para cumplir con alegría y esperanza lo que más convenga al propósito de nuestro Dios. Y hacerlo con la naturalidad con que respiramos; sin manifestaciones extraordinarias, ni escondiendo nuestra vocación. Somos cristianos en el ser y en el hacer; aquí y allí, hoy y mañana; cristianos coherentes que intentan dar con sus hechos, el testimonio de su fe.