Evangelio según San Lucas 9,22-25.
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho,
ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día".
Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?
Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Lucas, Cristo prepara a sus discípulos, a los que se encuentran
presentes y a los que seguimos escuchándole a través del tiempo, para las
dificultades que van a surgir en la expansión del Reino. Ya en el episodio de
la Transfiguración, aquellos hombres habían comprobado que se hallaban ante el
Hijo de Dios; ya Pedro le había reconocido,
por la inspiración del Espíritu Santo, cómo el Mesías prometido. Pero Jesús
sabe que ninguno de ellos, como muchas veces nos ocurre a nosotros, está
preparado para verlo emprender el camino del Calvario; y, ni mucho menos,
compartir su Cruz.
Por eso, con
paciencia, los instruye en ese misterio divino, que es la piedra de escándalo
donde muchos tropiezan: el sufrimiento. Dios no es un Tótem, al que nos
acercamos para pedirle beneficios; ni es un dios pagano que nos sirve para
ahuyentar a los malos espíritus y tener suerte en la vida. ¡No! Dios es nuestro
Padre, Creador de todas las cosas; que se hizo Hombre para salvarnos,
respetando nuestra libertad. Y que nos une a su destino, a través del Bautismo,
para que compartamos a su lado la misión de evangelizar el mundo –como Iglesia-
y hacer partícipes a todos los hombres, de la Redención.
Pero la Pasión
y la Cruz son episodios claves en la vida de Nuestro Señor y, por ello, son
también el primer peldaño de nuestra vida cristiana. Todos los hombres nos
encontramos con el dolor, a lo largo de nuestra existencia; porque el dolor es
fruto del pecado. Es el efecto de esa causa, el orgullo de la desobediencia,
que nosotros elegimos en nuestra libertad. Es el producto de escoger al diablo
y alejarnos de Dios, perdiendo con nuestra actitud los bienes propios de la
cercanía divina. Sobrellevarlo es lo adecuado a nuestra naturaleza humana; pero
trascenderlo, asumirlo y encontrar su verdadero sentido sobrenatural, es lo que
corresponde a aquellos que han elevado los ojos al Cielo e, identificándose con
Cristo, buscan su fuerza en la Gracia, que nos dan los Sacramentos.
Encontrar a Nuestro
Señor en la tribulación, es no escaquearse de nuestro destino; es aferrarse al
madero y sostenerlo con los hombros doloridos para, como el Cireneo, “ayudar” a
Jesús en su tramo de aflicción, que aceptó para vencer al pecado y devolvernos
la Vida. Ser cristianos es esto: ser otros Cristos dispuestos a unir nuestra
voluntad a la de Dios, sea la que sea. Y no sólo aceptar, sino renunciar por
amor a pequeñas satisfacciones y asumir, con paciencia, insignificantes
contrariedades que dificultan la marcha de nuestros deseos. Porque ese es el
medio y el camino voluntario para alcanzar, junto al Maestro, nuestra salvación
y la de nuestros hermanos.
Jesús nos habla
también, como lo ha hecho y lo hará muchas veces, de coherencia cristiana. De
responder con nuestras palabras y actos, a una sociedad secularizada que quiere
erradicar a Dios de su entorno, sin darse cuenta de que todo el entorno, le
habla de Dios a gritos. El Señor nos pide que no tengamos miedo a las
consecuencias, y que demos testimonio íntimo y público de nuestra fe. ¡Cueste
lo que cueste! Y que nadie se imagine que esa actitud que nos pide es una
opción que Nuestro Padre no va a tener en cuenta; porque sus palabras son muy
claras y no admiten dudas. Cristo recordará cuando venga en su Gloria, para
juzgarnos, a todos aquellos que han dado o han negado el testimonio evangélico
con su vida; actuando como defensor de los primeros y acusador de los segundos.
Hay mucho que perder, si no somos consecuentes con el amor divino; porque
Cristo se excedió y se entregó sin medida, para que pudiéramos alcanzar la Vida
divina, que perdimos en el Paraíso terrenal. Tal vez esta Cuaresma, sea un buen
momento para hacer un balance de qué le entregamos a Dios; de cuánto estamos
dispuestos a darle y hasta qué punto Él es el eje y el quicio de nuestro existir.