22 de marzo de 2014

¡Dios es lo más!



Evangelio según San Lucas 15,1-3.11b-32.



Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
"Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.

Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".
  

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas, observamos como todas las acciones y palabras de Jesús, ponen al descubierto la misericordia de Dios con los hombres y ese desvelo que el Señor tiene por cada uno de nosotros, que caminamos perdidos por las sendas de este mundo inhóspito. Revela su alegría infinita cuando, tras la conversión de nuestro corazón y el arrepentimiento de nuestros pecados, volvemos a retomar la vereda de la salvación. Y es de eso de lo que le acusan aquellos escribas y fariseos, que son incapaces de trascender la letra de la Ley, culpándole por esa preocupación que le lleva a buscar la redención de todos los hombres: de los que se lo merecen, y de los que no. Es más, tal vez el Señor porque sabe que éstos últimos son los que más lo necesitan, intensifica con ellos su cariño y comprensión. Llama la atención que el texto comience con la misma imputación que le hace el hijo mayor al padre de la parábola: que celebre la vuelta de aquellos que afligidos, han retomado el camino de la fe.

  Hay que decir que nos hallamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús; y a la vez, de las más consoladoras. Porque la grandeza del “corazón” divino, se ve ahora reflejada en un ejemplo fácil y conocido para nosotros: el amor de los padres; que es el paradigma de la imagen de Dios en el hombre. Esa entrega vital, que no caduca con el tiempo y que se olvida en su generosidad de lo malo, para recordar sólo lo bueno. Ese amor incondicional, que no se queda cruzado de brazos ante nuestra debilidad; sino que nos sale al encuentro, por si nos puede ayudar. Que nos espera siempre; que nos perdona siempre, porque es fiel a la palabra dada y a la alianza eterna que ha sellado con nosotros, derramando su sangre en la Cruz. ¡Dios es lo más! Y nos lo ha demostrado en la entrega de Sí mismo, para morir por nosotros y devolvernos la Vida. No hay argumentos ni acciones humanas, que puedan contener el amor que el Padre ha manifestado por sus hijos. Pero…y sus hijos ¿qué amor tenemos a nuestro Padre?

  Vemos como ese muchacho, que es representativo de todos los hombres de todas las épocas, siente una fascinación ilusoria por abandonar la casa paterna. Le parece que es entonces, expedito de normas, cuando podrá alcanzar su libertad. Pero la realidad se impone y, esclavo de sus pasiones y en una miseria extrema, comprende que ha dilapidado su fortuna y caído en todo tipo de humillaciones. Que el recuerdo de los bienes perdidos y del amor olvidado, punzan su corazón y le llevan a arrepentirse de sus pasadas decisiones. Es esta reflexión la que marca la diferencia entre los seres humanos: la actitud acongojada que nos lleva a humillarnos y, reconociendo nuestros errores, tomar la decisión de pedir perdón para regresar a la casa del Padre.

  Es el Señor el que nos llama a esta conversión que siente dolor por el dolor infringido al Amor de los amores. Es Él el que nos pide esa confianza que descansa en la Bondad del que nos recibe, y no en los méritos que insinuamos. Cristo nos reclama, como al hijo pródigo, un corazón dispuesto a entregarse a Dios con un “para siempre”. Nos exige el deseo de cambiar; y porque conoce nuestras debilidades, nos ha dejado su Gracia en el sacramento del perdón, para que la consigamos. Él sabe que sólo con su ayuda podremos fortalecer nuestra voluntad, para ser fieles a la palabra dada. Porque Dios está siempre dispuesto a recibir a aquellos que quieran acercarse; está siempre dispuesto a perdonar, a aquellos que quieran arrepentirse; está siempre dispuesto a salvar, a aquellos que quieran sujetarse a los medios adecuados para conseguirlo. Dios está siempre, a todas horas, en todo momento y en cualquier lugar, para abrazarnos con fuerza y devolvernos al Hogar del que nunca debimos partir: la Iglesia.

  Pero todavía la parábola se detiene en otro personaje, que parece que no tiene tanta importancia, aunque no es así; ya que nos previene, con una advertencia muy interesante, para poder responder fielmente a nuestra vocación: el hijo mayor, que se siente ofendido por los gestos de su padre, hacia su hermano pecador. Es esa actitud tan humana, propia del egoísmo y los celos, que nos endurece el corazón y nos ciega; impidiendo que nos alegremos de las alegrías de los demás, sobre todo si consideramos que no son meritorios de ellas. Nosotros no somos nadie para juzgar; sólo Dios. Y, por ello, Él es el único que ve la verdad que encierra el interior de los hombres. Nadie se merece que no hagamos lo imposible por recomponer ese puente, que en un momento de tormenta se desmoronó. Todos necesitan nuestra ayuda, si se la podemos dar; y si somos miembros de la Iglesia, y por ello eslabones de la cadena que une el cielo con la tierra, hemos de estar dispuestos a perdonar y admitir que todos tenemos la posibilidad de cambiar. Que todos somos portadores de la oportunidad, sin excepción, de participar del amor de Dios.