24 de marzo de 2014

¡Cristo nos llama!



Evangelio según San Juan 4,5-42.


Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José.
Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber".
Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos.
La samaritana le respondió: "¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?". Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.
Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: 'Dame de beber', tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva".
"Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva?
¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?".
Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed,
pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna".
"Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla".
Jesús le respondió: "Ve, llama a tu marido y vuelve aquí".
La mujer respondió: "No tengo marido". Jesús continuó: "Tienes razón al decir que no tienes marido,
porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad".
La mujer le dijo: "Señor, veo que eres un profeta.
Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar".
Jesús le respondió: "Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre.
Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos.
Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre.
Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad".
La mujer le dijo: "Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo".
Jesús le respondió: "Soy yo, el que habla contigo".
En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: "¿Qué quieres de ella?" o "¿Por qué hablas con ella?".
La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente:
"Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?".
Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro.
Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: "Come, Maestro".
Pero él les dijo: "Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen".
Los discípulos se preguntaban entre sí: "¿Alguien le habrá traído de comer?".
Jesús les respondió: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra.
Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega.
Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría.
Porque en esto se cumple el proverbio: 'no siembra y otro cosecha'
Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos".
Muchos samaritanos de esta ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que hice".
Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días.
Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra.
Y decían a la mujer: "Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo". 

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Juan narra, no sólo las palabras y los hechos de Jesús, sino muchísimos detalles que a primera vista pueden parecernos irrelevantes, pero que no lo son. Nos dice el texto que el Señor llegó a Sicar, ciudad de Samaría, que habitualmente los judíos evitaban por la aversión que sentían hacia sus pobladores. Pero Jesús extiende su amor y su salvación a todas las almas; porque para Él no hay acepción de personas, sino momentos y circunstancias óptimos para llamarnos a todos a la conversión. Aquí se ve que los designios de Dios son inescrutables, y que el Señor transmite su Palabra a todos aquellos que tienen oídos para escuchar. A los que desconocen gran parte del plan divino, porque han prescindido de la Revelación, como los samaritanos; y a los que, conociendo, no están dispuestos a abrirse a la realidad que les trae el Mesías. Cristo ha venido para hacer una alianza definitiva con todos; para que le rindamos ese culto que nace del fondo de nuestro corazón, y que está suscitado por el mismo Espíritu de Dios. Por eso el Maestro le pide a aquella mujer, que le dé de beber; que sacie su sed de almas, entregándole la suya; que abra su corazón, cerrado por el pecado, y le proporcione sin reservas, la comprensión y la confianza de su ser y su entender.

  Ese encuentro de Jesús con la samaritana, que el Señor propicia, nos debe ayudar a entender la profunda realidad de la oración. Porque no somos nosotros los que nos acercamos al Hijo de Dios, sino que es Él quien nos busca y nos pide que compartamos, a su lado, nuestros planes presentes y los que queremos alcanzar. Quiere que saciemos nuestra sed interior y existencial, con esa agua que es fruto de su sacrificio y surge de su costado abierto en la Cruz: la Gracia, que nos devuelve la Vida perdida. Nos llama a esa relación íntima que ha favorecido al lado del pozo, donde brota el Espíritu de Dios; nos llama a su Iglesia.

  Y para eso el Maestro entabla un entrañable diálogo con la mujer, donde presenta la doctrina sobre la Gracia divina, que Dios da a los hombres por el Espíritu Santo, tras la Encarnación de su Hijo; manifestándose, porque nos conoce, con expresiones usuales dichas en sentido material que transmiten realidades sobrenaturales, que nos trascienden, y son de más difícil comprensión. Así nos explica que, de la misma manera que el agua es esencial para la vida humana, la Gracia de Cristo es vital para saciar la sed espiritual del hombre, que busca a Dios desde su creación. Que necesitamos para vivir de verdad, en esa existencia que no tiene punto final, del amor de Cristo que se nos da en la liturgia sacramental.

  En cuanto aquella mujer recibe el don de la fe, se transforma y olvida el motivo que la había llevado hasta allí; deja el cántaro y, centrándose en Jesús, surge a comunicar a sus seres queridos el descubrimiento de la Verdad. Ese es el proceso de la evangelización, que debe hacer vibrar nuestra alma de cristianos: comunicar la salvación y transmitir a Cristo, para que el mundo reciba su redención a través de los Sacramentos. Y no puede ser una excusa, para no cumplir con nuestro deber, hablar de nuestras debilidades; de nuestros fracasos; porque Jesús ha querido transmitirnos que, en su Humanidad, Él también estaba fatigado: tenía hambre y sed, y necesitaba reponer fuerzas. Pero todo ello no fue obstáculo para que aprovechara la ocasión de hacer el bien a las almas.

  Cristo tiene un corazón sacerdotal que se vuelca diligente en el servicio, para recuperar a la oveja perdida. Nosotros, tú y yo, a través del Bautismo compartimos esa alma sacerdotal con el Señor, que nos urge a vencer nuestras inclinaciones y entregarnos a la misión que nos ha sido encomendada. Solos no podremos; pero Jesús nos espera sentado al borde del pozo de Siquem –El Sagrario-, para permanecer siempre a nuestro lado. Nos aguarda en la Eucaristía, para darnos el alimento y la fuerza. Queda con nosotros en el sacramento de la Penitencia, para animarnos a recomenzar. Y descansa en el fondo de nuestro corazón en Gracia, para fundidos en un abrazo eterno, no desfallecer jamás.