20 de febrero de 2014

¡Vivamos los Sacramentos!



Evangelio según San Marcos 8,22-26.


Cuando llegaron a Betsaida, le trajeron a un ciego y le rogaban que lo tocara.
El tomó al ciego de la mano y lo condujo a las afueras del pueblo. Después de ponerle saliva en los ojos e imponerle las manos, Jesús le preguntó: "¿Ves algo?".
El ciego, que comenzaba a ver, le respondió: "Veo hombres, como si fueran árboles que caminan".
Jesús le puso nuevamente las manos sobre los ojos, y el hombre recuperó la vista. Así quedó curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a su casa, diciéndole: "Ni siquiera entres en el pueblo".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos nos narra, con detalle, la curación del ciego de Betsaida. Y lo hace, como en el caso del sordomudo que nos ha presentado el evangelista en episodios pasado, mostrando unos gestos simbólicos a través de los cuales Jesús sana al enfermo y realiza el milagro. Parece que el Señor quiere que nos percatemos de que esos signos que ha utilizado y que han sido perceptibles por nuestros sentidos, son el medio para comunicar la realidad que nos quiere mostrar: la curación del invidente.

  Este texto es la culminación de aquellos, que han ido mostrando los signos mesiánicos que han dado testimonio de que la Verdad de Cristo se encuentra escondida en su Humanidad Santísima; que el Hijo de Dios ha asumido la naturaleza humana y, a través de ella, ha expresado con señales visibles, una realidad invisible. La curación del ciego es, para todos nosotros, una imagen perfecta de cómo va a comunicarnos Cristo su salvación, mediante los signos sensibles que nos van a transmitir su Gracia: los Sacramentos. Por eso decimos que el Sacramento es un signo que manifiesta algo distinto de sí mismo y por el que, a través de acciones y palabras, Jesús nos hace llegar su vida sobrenatural. En este acontecimiento, cómo en muchos otros, podemos comprobar que la actuación del Maestro tiene un profundo sentido que debemos descubrir; ya que nada de lo que hace el Señor es porque sí. Cada acción, cada palabra que el Espíritu Santo nos ha hecho llegar, es una fuente de luz que nos ayuda a comprender el misterio de nuestra fe.

  Porque Cristo es inmensamente justo, la salvación no se podía dar de forma indiscriminada a todos los hombres, aunque el Señor con su sacrificio la haya alcanzado para todos nosotros. Sería, en parte, como si un profesor diera un aprobado general en clase, sin tener en cuenta el esfuerzo de unos y la irresponsabilidad de los otros. No; el Señor nos consiguió con el derramamiento de su Sangre, un tesoro inmenso; y nos dio, en su Palabra oral y escrita, el plano para saber donde se encuentra, en la Iglesia. Depende ahora de nosotros, poner el esfuerzo y la voluntad para alcanzarla.

  Es allí donde nos aguarda Jesús para, a través de los Sacramentos, infundirnos el Espíritu Santo y devolvernos al plan primigenio de Dios. Allí nos hacemos uno con Cristo, a través del Bautismo y recobramos la vida divina que perdimos por el pecado original; reforzamos nuestra fe y nuestro ser en la Confirmación, que nos hace soldados en la guerra del amor que batallamos contra el diablo. Y nos alimentamos de Dios, para ser buenos cristianos e identificarnos con Aquel que es Ejemplo y Vida, en la Eucaristía. Recobramos las fuerzas y limpiamos nuestro pobre corazón de las miserias humanas, en la Penitencia; mientras convalecemos con la Unción de los Enfermos. Nos perpetuamos en el amor intemporal, a través del matrimonio; o bien nos entregamos al servicio de Dios a través del gobierno eclesial, en el Sacramento del Orden.

  El Señor sigue aprovechando este milagro para darnos una segunda enseñanza: que la curación del ciego simboliza ese camino progresivo que recorrieron los discípulos, y que recorreremos todos los hombres, hasta que Jesús nos cure la ceguera y nos permita ver con claridad la realidad de las cosas. Sólo a su lado, todo alcanza su verdadero sentido. El camino de la fe, como nos ha demostrado Abrahán, creyendo contra toda esperanza cuando parecía que humanamente era imposible que se cumplieran las promesas de Dios; o la actitud de María Santísima, que no desfalleció a los pies de la Cruz viendo lo que parecía el final de su Hijo, y que dio fuerza a todos los Apóstoles para mantenerse fieles en la oración a la espera de la promesa de su resurrección,  son el ejemplo que hemos de tener en el sendero que recorremos, lleno de claros y oscuros, hasta alcanzar los brazos de nuestro Padre. Y ese ejemplo nos conduce, sin duda, a la Iglesia Santa; al Nuevo Pueblo de Dios, al que se le dio el Magisterio y el depósito de la fe. Ella es Madre, y por ello preparada para instruirnos pedagógicamente en el conocimiento y la profundidad de la verdad cristiana. Ella nos entrega el Espíritu Santo, a través del Bautismo, que nos da la luz para comprender que nuestra fe es razonable; y después nos prepara para que seamos nosotros, en un acto libre, los que nos esforcemos por alcanzarla.  No nos asustemos si nos surgen dudas, lo raro sería que no las tuviéramos; por eso no debe hacernos desfallecer la incertidunbre, sino muy al contrario, animarnos a intensificar la búsqueda que, si surge del amor, siempre culminará en el encuentro con Cristo, Nuestro Señor.