Evangelio según San Marcos 6,7-13.
Entonces
llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus
impuros.
Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero;
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión;
expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero;
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión;
expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
COMENTARIO:
En este
Evangelio de san Marcos vemos como, tras estar un tiempo con Jesús escuchándole
y aprendiendo, los Doce apóstoles son enviados a esa misión que, tras la muerte
y Resurrección del Señor, será el quicio que sostenga el sentido de su vida:
evangelizar, como Iglesia, a todos los pueblos. El Maestro, como tal, les ha
transmitido la necesidad de extender su Palabra, para que todo el mundo se
salve; y esa será la causa de que, pasado el tiempo y dándose cuenta de que no
pueden llegar a todos, decidan plasmar su mensaje en la letra santa del
Evangelio. Y, como les dijo Jesús, lo harán bajo la inspiración del Espíritu
Santo, que les fue entregado el día de Pentecostés, para que abriera e
iluminara su conocimiento y fortaleciera
su voluntad. Por eso este pasaje que vemos hoy aquí, es un anticipo de lo que
vendrá; ya que el Señor quiere prepararles, con su presencia, para que sean un
eco fiel de su mensaje.
Los exhorta
primero a que recorran los caminos y las aldeas enseñando; sin acomodarse, sin
perder el tiempo donde se sientan bien recibidos, porque han sido llamados a
comunicar la Redención de Cristo a todas las gentes: a las que la quieren y a
las que no. Aunque les advierte, para
que no se desanimen, que van a encontrarse con los mismos problemas y actitudes
con las que se encontró el propio Jesús: con una acogida desigual, donde unos
los aceptarán y otros los rechazarán. Pero hay un punto precioso, en el que hay
que hacer una pausa y meditarlo desde lo más profundo de nuestro corazón: El
Señor les pide que vayan desprendidos de todo, porque deben esperarlo todo de
la Providencia divina.
Nos dice san
Bleda, que tanta debe ser la confianza en Dios del que predica, que ha de estar
seguro que no ha de faltarle lo necesario para vivir; y así no perderá el
tiempo preocupándose en las cosas terrenas, sino ocupándose de las cosas
eternas. Evidentemente, Jesús no indica con eso que todos aquellos que
transmiten su Palabra y comunican sus Sacramentos, no puedan vivir de otro modo
que recibiendo lo que les den aquellos a los que anuncia la Buena Nueva; sino
que si desean hacerlo así, están en su derecho. Recordemos que también san
Pablo se referirá a ello, recomendando que vivan del trabajo de sus manos.
En todos estos
siglos hemos contemplado como, en la riqueza de la Iglesia, han surgido
numerosas órdenes religiosas de muy distintas espiritualidades y con diversas
formas de cuidar de sí mismas; reconociendo el texto que todas ellas tienen
derecho a elegir el modo de hacerlo. La pena es que lo hayamos olvidado, y
tengamos hermanas nuestras contemplativas que no pueden sustentarse por sí
solas, y que no reciben ninguna ayuda de aquellos que somos los receptores de
las gracias recibidas, por sus perpetuas oraciones. Lo mismo ocurre con las
órdenes mendicantes y con tantas otras que nada tienen, porque lo dan todo a
los que lo necesitan. Ya es hora de abrir nuestros oídos a esa petición que nos
hace el Maestro de tener que ayudar, como algo nuestro que son, a todos los
miembros de la Iglesia que, como tales, han decidido entregar su vida a la
exclusividad de la propagación del Evangelio.
Pero también en
este pasaje, aunque de forma distinta, estamos incluidos cada uno de los que,
por el Bautismo recibido, hemos sido hechos discípulos de Cristo y transmisores
de su Palabra. Jesús nos requiere a que vivamos como verdaderos hijos de Dios;
cómo aquellos pequeñuelos que descansan en la plena confianza de su Padre. Y
eso no quiere decir que descuidemos nuestras obligaciones y responsabilidades,
sino que pongamos nuestra confianza en la ayuda constante de la Providencia. No
seremos nosotros los que con nuestra actitud consigamos buenos frutos para el
Señor, sino la Gracia que adquiramos libremente, acercándonos a los Sacramentos
y recibiendo, como aquellos primeros, la fuerza del Espíritu. El Maestro quiere
que descansemos en Dios, porque Dios sabe más; y de esta realidad hemos de
hacer el lema de nuestra vida; lema que nos llevará a la paz y la verdadera
Felicidad.
Vemos en el
sumario final, como san Marcos recoge la costumbre habitual de la Iglesia
primitiva de aplicar a sus hermanos enfermos, buscando su alivio y curación, la
unción del óleo sagrado. Con posterioridad Cristo lo instituirá como Sacramento
y, más tarde, será promulgado y recomendado a todos los fieles enfermos o en
peligro de muerte, por Santiago Apóstol. Qué pena, que en nuestros días, la
mayoría hayamos olvidado este don de Dios, al entregar al hombre semejante
regalo. Nos preocupamos de dar todas las medicinas recomendadas por el médico,
para ver si así alargamos un poco la vida terrena que es, al fin, perecedera; y
en cambio nos despreocupamos de entregar el óleo que puede sanar la enfermedad,
si está de Dios, y preparar el alma para la vida eterna. Recordar que, como
cristianos, éste es el último favor que podemos ofrecer a nuestros seres queridos.
Y, por favor, que nadie deje de hacerlo porque sienta vergüenza o recelo de
tener que pedir, porque está en su derecho y es su deber, un sacerdote para que
lleve a cabo la unción sacramental. Debemos reivindicar, como hace cualquiera,
la razón de nuestro existir, hasta el último aliento de nuestra vida: a Dios
mismo.