Evangelio según San Marcos 8,27-33.
Jesús
salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el
camino les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos le respondieron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas".
"Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?". Pedro respondió: "Tú eres el Mesías".
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días;
y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.
Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres".
Ellos le respondieron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas".
"Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?". Pedro respondió: "Tú eres el Mesías".
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días;
y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.
Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres".
COMENTARIO:
En este
Evangelio de Marcos, se recoge el momento que el Señor ha considerado oportuno
para revelar su mesianismo a los discípulos. Primero espera oír los comentarios
que todos ellos tienen sobre Él; aquellos que lo consideran el profeta más
grande, o hasta el mismo Elías que ha regresado. Pero es Pedro, iluminado por
el Espíritu Santo, el que da a conocer con claridad la verdad divina de su
Maestro expresada en una auténtica profesión de fe: Jesús es el Cristo, el Hijo
de Dios vivo; el Mesías prometido.
Como veremos en
el texto, el Señor no rechaza el título, sino que lo asume como propio; pero
para liberarlo de la connotación política de liberador de los romanos que había
adquirido en aquello momentos, equivocadamente, entre el pueblo de Israel, lo
sustituye inmediatamente por el del “Hijo del Hombre”, que había anunciado el
profeta Daniel. Y quiere hacerlo así, porque es importante que los hombres
comprendan que su misión sólo será entendida si se observa desde la perspectiva
de Dios, que no siempre será la misma que la perspectiva de los hombres.
Estos puntos
que hemos leído nos tienen que servir para hacer un examen de conciencia y
preguntarnos desde el fondo del corazón, quién es Cristo para nosotros. Porque
si estamos convencidos de encontrarnos ante Dios hecho Hombre, hemos de aceptar
y compartir, a su lado, los planes divinos que el Señor tiene para nosotros,
aunque seamos incapaces de entenderlos. Sabemos que sólo desde el profundo
conocimiento de su Persona, podremos participar de su mensaje. Ese es el motivo
de que, periódicamente, desde la oración, Jesús nos llama a hacer un profundo acto de fe:
Él no es un mito, ni un filósofo, y mucho menos, el fundador de una escuela de
pensamiento; No; Él es el Verbo encarnado, Dios Todopoderoso, Señor de la Vida
y la muerte, dueño de la Verdad y motivo de la Felicidad. Por eso, seguirle es
vivir coherentemente con ese convencimiento y, por ello, sentir de forma
radical el cristianismo; sin reservas, priorizando lo que somos a lo que nos
conviene. Es la entrega total a Aquel que lo es todo y, consecuentemente, el
encuentro con la paz, al descansar en sus brazos Providentes.
Pero Jesucristo
inicia aquí una enseñanza particular a sus discípulos sobre el verdadero
sentido de su misión. Y es imprescindible que lo haga, porque sabe que lo que
les va a transmitir es la piedra de escándalo con la que nos encontramos los
hombres cuando descubrimos lo que conlleva seguir a Jesús: descubrir que el sufrimiento es el medio elegido por el
Señor para realizar la salvación del género humano. Y esa decisión no ha sido
gratuita, sino la respuesta a la trampa que el diablo urdió a nuestros primeros
padres, por su pecado, que les privó de la Gracia divina y de los dones
preternaturales. Ese dolor en el mundo ha sido la ganancia de Satanás, que ha
visto en el sufrimiento innecesario de los hombres, el gozo de “herir” a Dios en
su obra más amada. Pero Cristo hace que ese padecer sea, justamente para
frustración del diablo, el camino de la redención de todos los hombres. Por eso
a partir de la Cruz quién quiera seguir al Maestro debe saber que tiene que
estar preparado y dispuesto para acompañar, corredimiendo, a Cristo en su
Pasión.
A Pedro, como a
nosotros, le cuesta entender esta paradoja cristiana de que el triunfo del
Señor sea la Cruz, e intenta disuadirle. Pero Jesús le aclara a él, como lo
hace a ti y a mí, que la lógica de Dios no es la nuestra. Que para nosotros,
sufrir es lo peor; mientras que para Dios lo peor es el pecado que nos
lleva a la muerte eterna. Que el
sufrimiento, unido al de Cristo, es camino de entrega, renuncia y salvación. Es
el medio para alcanzar el fin de la Gloria; y, por ello, la Pasión deja de ser
el símbolo del castigo para pasar a ser la bandera de la victoria.
Pero no os
asustéis, porque el Señor nos conoce bien y sabe que, en nuestra debilidad,
necesitamos la fuerza de su Espíritu. Esa es la causa de que haya dejado, en su
Iglesia, sus Sacramentos para que sean camino de santidad. Si pasáis por un mal
momento, sea de la índole que sea, abrazaros a la cruz con Jesucristo y
recordad que todo el sufrimiento termina en la Gloria de la Resurrección. Sólo
Él nos ayudará a ver la luz en el túnel oscuro de nuestra existencia; a
recobrar la esperanza que nos devolverá la paz que el diablo intentó que
perdiéramos. Sólo contemplando su rostro, el rostro dolido y doliente del amor
que nos salva, nos ayudará a ser salvados en nuestro acto de entrega libre a la
voluntad e Dios.