21 de febrero de 2014

¡Las pequeñas renuncias!



Evangelio según San Marcos 8,34-38.9,1.


Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.
¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?
¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles".
Y les decía: "Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de haber visto que el Reino de Dios ha llegado con poder".

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Marcos, el Señor explica, a la práctica, la teoría del texto que vimos ayer. Y, seguramente, por sus palabras, debieron parecerles estremecedoras a sus oyentes; ya que coger la cruz de Cristo y asirnos a ella, si no es por la ayuda de la Gracia, nos asusta. Pero es la medida que el Maestro nos exige, para seguirle. No nos habla Jesús de esos momentos entusiasmados que vivimos, cuando compartimos la fe; ni de esa satisfacción que nos inunda cuando nos llenamos de gozo ante sus promesas. Nos habla de la renuncia que requiere ser discípulo de Nuestro Señor. Es valorar la vida no como un fin en sí mismo, sino como medio para conseguir la Vida definitiva; porque aquí, en este mundo todo está determinado por su carácter transitorio. Todo tiene un final que, para el cristiano, es principio.

  No es malo amar el mundo y disfrutar de los bienes que, con nuestro trabajo y de forma justa, hemos alcanzado; ya que todo ha salido de las manos del Creador y nos lo ha concedido. Pero en cada paso, en cada circunstancia, en cada momento y en cada lugar, hemos de saber trascender los hechos para descubrir la mano de Dios que nos lo ha dado todo como camino de salvación. Y si en algún momento las cosas terrenas nos sirven para que perdamos de vista nuestro verdadero objetivo, el Señor nos insta a que seamos capaces de desprendernos de ellas. Porque Dios ama a aquellos que, por encima de cualquier cosa, saben valorara su bien más preciado: ganar la Vida eterna.

  Pero el Maestro va más allá, mucho más allá y nos habla de corredimir a su lado, identificándonos con Él y clavándonos voluntariamente en la cruz. Nos habla de fortaleza en la tribulación, y de esa alegría cristiana que, cuando sufre, sabe encontrar el sentido y ofrecérselo con Cristo al Padre, para bien nuestro y de todas las almas.  Quiere que entreguemos nuestra vida a Dios, con lo que Dios disponga para nuestra vida, porque esta vida no tiene más valor que ser el camino de nuestra santificación; y, con nosotros, de la de nuestros hermanos.

  Nos habla Jesús de vivir pequeñas renuncias, en la intimidad de nuestra persona; ofreciéndoselo al Señor para su Gloria: retrasar un vaso de agua, cuando tenemos sed; pasar un rato de nuestro tiempo con aquella persona que nos cansa y aburre; comer más de lo que no nos gusta y menos de lo que nos apetece… simples mortificaciones que compartimos con Jesús, en el camino del Calvario. Pero es que todas ellas servirán, aparte, para fortalecer nuestra voluntad y generar virtudes; preparándonos para soportar con más facilidad los duros momentos que, sin duda, la vida nos traerá y el diablo aprovechará para tentarnos en nuestra debilidad. Eso que en la fe cuesta tanto de entender, me llama la atención que se comprenda perfectamente en la preparación que muchos cuerpos de Seguridad del Estado, en todos los países del mundo, utilizan para su formación;  ejercitándose con una dureza excesiva, para poder ser capaces de soportar, si llegan, situaciones extremas. Nos hacemos otros Cristos, a través de los Sacramentos, a la espera de que, si es la voluntad divina, el Maestro cargue el madero a nuestra espalda, para compartir con nosotros el peso de su Cruz.

  También aprovecha Jesús, en este texto, para recordarnos que no ser testimonio cristiano en medio del mundo, tiene un alto precio. No sólo seremos como la sal que por no salar es desechada; sino que si no somos capaces de defender a Dios ante aquellos que le ofenden, con nuestras palabras y obras, Él, que es nuestro juez y abogado, se olvidará de nosotros en el Juicio Final. Estar bautizados significa no sólo ser discípulos de Cristo, sino vivir en Él y con Él, transmitir al mundo su mensaje salvífico. Somos hijos de Dios en Cristo, cuya finalidad es unir nuestra voluntad a la voluntad divina y, con nuestro ser y con nuestro actuar, dar testimonio de la realidad cristiana. Y no os equivoquéis, porque el diablo sabe muy bien lo que hace, pensando que Dios no nos pedirá cuentas de los dones y las gracias que nos ha otorgado para cumplir su ministerio. Bien claro nos lo ha dejado con sus palabras y sus advertencias; ya que Aquel que es inmensamente bueno, por serlo, es inmensamente justo.

  Esta última frase del Evangelio parece, a primera vista, enigmática y complicada de entender; ya que da la impresión de que el Señor nos habla de la Parusía, como si algunos de los allí presentes pudieran contemplarla antes de morir. Pero con anterioridad, el Señor nos ha explicado que el Reino es como una semilla que se va desarrollando y que llegará a su plenitud en la manifestación final. Por eso la expansión admirable del cristianismo en época apostólica, es la referencia que Cristo hace llegar a aquellos presentes que van a tener el privilegio de contemplarla. Y así, el Señor ata todo el sentido de sus palabras ante el fruto de la sangre de los primeros cristianos que, por asumir valientemente su cruz, regarán la tierra de misión y será el anticipo de la gloria en Cristo, que culminará con el Fin de los Tiempos.