2 de marzo de 2014

¡La infancia espiritual!



Evangelio según San Marcos 10,13-16.



Le trajeron entonces a unos niños para que los tocara, pero los discípulos los reprendieron.
Al ver esto, Jesús se enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".
Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.


COMENTARIO:

  San Marcos nos revela, en su Evangelio, esa característica tan propia del Señor que descubrimos en muchos momentos de su andadura por esta tierra: la ternura. Ese estar siempre pendiente de las necesidades de los demás; no sólo porque te preocupen, sino porque te importan de verdad y, por ello, pones todos los medios para solventarlas. A Jesús le duele, en su alma humana, el dolor de sus hermanos, los hombres; la dureza con que algunos le tratan; y la falta de fe, de muchos de los que se le acercan. El Señor siente, como sentimos nosotros, la cercanía de nuestro amor y la bofetada de nuestro desprecio; ya que para ello se encarnó de María Santísima, padeciendo un sufrimiento sustitutivo que redimió, en su Humanidad, a todo el género humano.

  Cristo no es indiferente a nuestro pecado y, por ello, nos espera sentado al lado del pozo del agua de la Vida, para que le expliquemos porqué somos capaces de abandonarle; a Él, que nada se guardó para Sí mismo y derramó hasta la última gota de su sangre para librarnos del castigo eterno. Y lo hizo de forma voluntaria, libre en su decisión y enamorado de nosotros hasta ser capaz de ponerse en nuestro lugar, y ocupar nuestro sitio en esa cruz que nos correspondía por nuestros desprecios.

  Este pasaje nos deja advertir con hechos, lo que manifestamos del Señor, con palabras; ya que el Maestro toma entre sus brazos a unos niños y muestra la “necesidad” que siente su Corazón de la alegría y las risas infantiles, que le transmiten ese amor desinteresado que mana de los corazones limpios. Así nos quiere Dios; con esa infancia espiritual, que ha sido recogida por grandes santos, necesaria para formar parte del Reino. Esa capacidad de confiar en la Providencia divina y descansar en sus planes, aunque a veces no se entiendan; que es tan propia de los hijos pequeños a los que nada les preocupa, aunque les ocupa, porque saben que su Padre está a su lado para protegerlos y cuidarlos. Ese fiarnos de las palabras que surgen de los labios del Señor, porque tenemos la certeza de que no puede engañarse ni engañarnos, ya que es la Verdad absoluta.  Ese rezar, cómo rezan los pequeñuelos al unísono de sus padres, con la plena confianza de ser escuchados y atendidos. No resabiados, ni egoístas, ni desconfiados…

  A Jesús le duele que perdamos la capacidad de sentir ese abrazo divino, en los Sacramentos, que nos da la fuerza y la esperanza para hacer frente a cualquier dificultad de este mundo. Cristo “requiere” sentir nuestro amor en la Eucaristía; cuando se une a nosotros de una forma total y vital. Nos pide, mientras nos acercamos a recibirle, que vibremos con esa impaciencia del que espera reencontrarse con su hermano, con su amigo o con su amante.

  El Hijo de Dios nos pide la entrega de nuestra voluntad para, uniéndola a la suya, zarpar juntos sin miedo a la conquista de esas almas que sobreviven en la oscuridad y la tiniebla del pecado. Nos remite a identificar nuestra actitud con la de aquellos infantes, que no permiten que nada ni nadie les aparte del encuentro divino. Madurar no es corromper nuestra alma, sino responsabilizarnos de nuestros actos; y Jesús nos solicita, desde estas líneas del Evangelio, que nuestras acciones siempre, siempre, nos llevan a Dios.

  Pero ante el texto, también se descubre una aspiración divina que no es sólo una petición, sino una advertencia: la necesidad de acercar a nuestros hijos, desde su más tierna infancia, a los brazos amorosos de Jesús. Es necesario que vivan y crezcan en la fe, desde sus primeros pasos y balbuceos. Y no me sirve el argumento diabólico sobre el respeto a la libertad; porque es el mismo que esgrimió Satanás con nuestros primeros padres. No respetamos el criterio de los niños, cuando consideramos que aquello que les damos es un bien en sí mismo; como por ejemplo puede ser el vacunarlos para evitarles enfermedades, o bien obligarles a asistir al colegio, para que se eduquen y socialicen. El problema está en que aquellos que nos llamamos cristianos, tal vez todavía no hemos llegado a conocer el valor y la importancia de pertenecer a la Iglesia de Cristo; de recibir su Gracia; de compartir el camino de la vida, junto al Dueño y Señor de la Vida. Porque si fuera así, lucharíamos con uñas y dientes para defender el derecho y el deber que tenemos de impartir a nuestros hijos –y dejar que se imparta- la fe católica. De acompañar a nuestra prole, para que forme parte de la comunidad cristiana que se acerca y vive del amor de Dios. El Maestro nos repite, a cada uno de nosotros, esa misma frase que les dijo a sus apóstoles cerca de Cafarnaún: “Dejad que los niños se acerquen a Mí”. Tomemos buena nota si deseamos conseguir un mundo mejor; ya que eso sólo se conseguirá cambiando el corazón de esos hombres, que antes fueron niños.