3 de febrero de 2014

¡La fidelidad a las tradiciones!



Evangelio según San Lucas 2,22-40.



Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
"Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.


COMENTARIO:

  En este extenso Evangelio de san Lucas, vemos como la Sagrada Familia sube a Jerusalén, para cumplir con las dos prescripciones que mandaba la Ley de Moisés a todas aquellas mujeres que habían sido madres de un primogénito; comenzando por la purificación de María, que responde así al mandato del libro del Levítico:
“Cuando una mujer conciba y de a luz un varón, quedará impura siete días; será impura igual que durante los días de su menstruación. Al octavo día le será circuncidado al niño la carne de su prepucio, pero ella permanecerá purificándose de su sangre durante los treinta y tres días siguientes; no tocará nada santo ni entrará en el Santuario hasta que se cumplan los días de su purificación” (Lv 12,2-5)

  Evidentemente María no hubiera tenido que cumplir con este precepto, ya que había concebido sin obra de varón y sin que Jesús al nacer, hubiera roto su integridad virginal. Eso no es una apreciación, sino un hecho que manifestó el ángel Gabriel al anunciarle a la Virgen que sería Madre del Hijo de Dios:
“El que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35)
Nacer santo implicaba, en aquel tiempo, la ausencia de contaminación de la efusión de sangre, que hacía impura a una mujer. Y nos lo confirma san Juan en su Evangelio, cuando nos dice hablando de la concepción de Jesús:
“El cual no ha nacido de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios” (Jn 1,13)
Con ello da por sabido que en el momento del parto no hubo derramamiento de sangre por parte de la Madre. Por eso, esa actitud de Nuestra Señora que cumple con lo establecido, a pesar de saber que por su maternidad sobrenatural no le correspondería hacerlo, denota la humildad y el recogimiento que era seña común en la intimidad de la Familia de Nazaret.

  Cada uno de nosotros se debería sentir interpelado por estas palabras, cuando la mayoría no hemos aprendido todavía que nuestra misión en la Iglesia es servir, y no figurar. Estamos llamados a cumplir los preceptos divinos sin pensar que dichos preceptos son necesarios para todos, menos para nosotros. Que la propia Virgen María se purificó, mientras que nosotros nos quejamos de tener que expiar nuestros pecados, por amor, en el Sacramento de la Penitencia, que limpia las miserias que se han incrustado en nuestro corazón.  Que la liturgia, rica y ancestral, no es una opción, sino la forma en la que ora la Iglesia desde sus comienzos en Pentecostés. Que Dios se ha referido a nosotros para hacer, y desaparecer; para cumplir y dar testimonio de un trabajo bien hecho que no espera ni reconocimiento ni una rúbrica personal.

  Lo mismo ocurrió con ese rescate del primogénito, que exigía el Señor desde el Libro del Éxodo:
“Conságrame todo primogénito de los hijos de Israel. Todo lo que abre el seno materno tanto de hombres como de animales, será para mí” (Ex 13,2)
“…ofrecerás al Señor todo primogénito, todo primer nacido si es macho, será para el Señor” (Ex 13,12)
Esas palabras de la Escritura han servido para que nos diéramos cuenta de que la palabra “primogénito” no indicaba que tuvieran que existir más hijos –como algunos han argumentado a lo largo de la historia para negar la virginidad perpetua de María- sino que era el que abría el seno de la mujer, por primera vez. Jesús no hubiera tenido que ser rescatado porque Él era el propio Dios encarnado, a quién se le ofrecía la ofrenda del rescate. Pero José y María, cumplieron fielmente con lo prescrito y guardaron en su corazón lo que el Padre les había revelado, entregaron la ofrenda de los pobres –ni la de los ricos, ni la de los indigentes- y respondieron fielmente a todo lo prescrito.

  Aquí vemos como entran en la escena evangélica, Simeón y Ana; como representantes de aquellos fieles israelitas que, como imagen de Antiguo Testamento, ven cumplidas en Jesús todas las promesas y todas las esperanzas. Como buenos creyentes que perseveraban en la piedad y descansaban en Dios, la luz del Espíritu Santo guió sus pasos y les permitió transmitir al mundo que ese Niño era el Mesías esperado, la “gloria de Israel”. Que sería para todos “luz y salvación” aunque su misión salvadora, como ocurre siempre, será un signo de contradicción en el que muchos tropezarán.

  El anciano se dirige a María, resaltando la participación de la Virgen en el sacrificio de Cristo, para anunciarle que esa dimensión histórica de la Redención estará unida a la incomprensión y al dolor, revelándole que deberá vivir en el sufrimiento, su obediencia de fe al lado del Salvador. Esas palabras, que tienen miles de años, siguen estando vigentes para ti y para mí, que hemos decidido seguir los pasos de Jesús al lado de María. No será fácil, pero es lo que debe ser, si tomamos ejemplo de la fortaleza de nuestra Madre y recurrimos siempre, a su intercesión.