Evangelio según San Marcos 6,53-56.
Después
de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús,
y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba.
En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús,
y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba.
En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
COMENTARIO:
Este corto
Evangelio de san Marcos es como un resumen final de todos los acontecimientos
que se han relatado en capítulos anteriores; y que se han situado en los
distintos viajes del Señor por el Mar de Galilea. Recopilándolos todos, se
pueden observar dos puntos que han sido comunes en todos los lugares que ha
visitado, como ha sido la atracción que despierta entre la multitud que le
reconoce; y la cantidad de milagros realizados, sanando enfermos y perdonando
pecados.
No hemos de
olvidar, sin embargo, que el Nuevo Testamento no ha recopilado todos los
milagros que el Señor realizó; cosa comprobable si nos fijamos en el texto de
Mateo y de Lucas (Mt 11,20-24 y Lc 13-15), donde Jesús increpa a Corazín y
Betsaida por el comportamiento pecaminoso de sus habitantes:
“¡Ay de ti Corazín, ay de ti Betsaida! Porque si en
Tiro o en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han obrado en
vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia en saco y en cenizas”.
En cambio, los
Evangelios no mencionan ningún milagro referido a estas ciudades, deduciéndose
que Jesús obró muchos más hechos sobrenaturales de los que nos cuentan los
evangelistas. Eso tiene una fácil explicación, ya que los escritores sagrados
no quisieron hacernos llegar una biografía exacta de todo lo que hacía o
hablaba el Señor, sino que únicamente reunieron aquello que consideraron más
importante para podernos transmitir, con toda la veracidad posible, la Divinidad
de Cristo que se escondía en su Humanidad Santísima. Todos los hechos y las
palabras que tenían un valor incalculable para nuestra salvación. Y por dar
este testimonio, no hay que olvidar que perdieron la honra, la familia, la
posición y la vida.
Pero junto a
estos escritos, la Iglesia guarda en su Tradición el inconmensurable tesoro de
los relatos de aquellos primeros Padres que, siendo testigos directos o
discípulos de los Apóstoles, consiguieron ampliar con su información, la
Persona de Cristo y su mensaje; así como la vida de los cristianos primitivos
que encendieron, con su ejemplo, y transmitieron a las próximas generaciones,
la antorcha de la fe.
Este episodio
también nos recuerda que la gente reconocía a Jesús en Genesaret; pero para reconocerlo
era preciso que lo hubieran visto antes, o que alguien les hubiera hablado de
Él. Y es ahí donde entramos todos los discípulos que navegamos en la Barca de
Pedro junto al Maestro. Nuestra tarea no es, ni más ni menos que ésta: dar a
conocer a Cristo a nuestros hermanos; y después, en libertad, que cada uno
decida lo que quiere hacer y en qué momento. Porque todas las personas, como
ocurre con casi todo lo de este mundo, tienen su momento para todo. Más
adelante, es Jesús el que se acercará a su corazón y, cuando le vean,
reconocerán en Él a ese amigo del que les hemos hablado; abriendo las puertas
de su espíritu para que los inunde la Gracia divina.
Los acercaremos
con nuestro apostolado alegre, que no se rinde ni desfallece por las dificultades,
al lado del Señor que nos infunde la esperanza y nos llama a todos a pedirle
sus favores. Porque todos los que se aproximaban a Jesús, se contentaban con
tocar su manto para ser sanados; enseñándonos a fortalecer nuestra fe y
acercarnos a la presencia Eucarística, donde nos espera el mismo Maestro que
amarró la barca a la orilla del lago, para que le contemos nuestras
preocupaciones y descansemos en Él. El Señor no se cansó de recorrer Galilea,
paso a paso; ni de navegar por las aguas bajo temporales, en busca de todos
aquellos que le necesitaban; donde muchos ni siquiera eran conscientes de ello.
Curó cuerpos y sanó almas, y a todos les transmitió su Palabra, que salva.
Ahora ha querido necesitarnos; nos llama a su viña, a su barca, porque si somos
uno con Él, por el Bautismo, debemos tener el mismo celo apostólico, fruto del
amor, que le llevó a redimirnos a través de su sacrificio.