4 de enero de 2014

¡Sígueme!



Evangelio según San Juan 1,35-42.


Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos
y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: "Este es el Cordero de Dios".
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús.
El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: "¿Qué quieren?". Ellos le respondieron: "Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?".
"Vengan y lo verán", les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro.
Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías", que traducido significa Cristo.
Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas", que traducido significa Pedro.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, se nos narra el encuentro del Señor con algunos de sus primeros discípulos; y como se señala, para que no queden dudas, le dan algunos de los títulos que manifiestan en su conjunto, que Jesús es el Mesías prometido en el Antiguo Testamento, tal y como se reconocerá, posteriormente, en la Iglesia Universal: Rabbí (Maestro); Mesías (Cristo); Hijo de Dios; Rey de Israel o Hijo del Hombre.

  No podemos olvidar que ese primer momento, donde el Apóstol Juan se encuentra con el Señor, es la experiencia sobria, pero intensa y emotiva, que intenta transmitirnos en aquella primera conversación que tuvo con Él; y lo hace con ese encanto del amor que nunca se olvida. Se establece, por ello, un diálogo divino y humano que transformará las vidas de Juan y de Andrés; de Pedro y de Santiago; y de tantos otros que al paso de los tiempos, recibirán su Palabra.

  Es Jesús quien se dirige a ellos, al ver que le siguen; es el Señor el que se hace presente, cuando siente que nuestro corazón necesita    –aunque ni nosotros mismos lo sepamos- de su Presencia. Y no lo hace a través de un discurso cargado de citas bíblicas que demuestren su verdadera entidad divina, sino que les llama a que le acompañen; a que participen de su vida, a que frecuentemos los Sacramentos, donde nos espera como lo hacía con aquellos primeros, junto al mar de Galilea. Y encontrarte con Jesús, es amarlo; es comprender que todo nuestro afán se completa con el hallazgo de su Persona. Que en Él, todo cobra sentido; que su mensaje ilumina nuestro entendimiento y somos capaces de comprender lo que ha sido escondido a los sabios. Que su cercanía nos da el valor de responder a su requerimiento y con la voluntad fortalecida por la Gracia, cambiar este mundo donde reina la injusticia y la maldad.

  Pero también vemos en este pasaje, porque no sólo es importante para Juan que lo entendamos sino que lo vivamos, que es necesario para nuestra coherencia cristiana, darnos cuenta que la fe se transmite a través de la mediación de aquellos que ya seguimos al Señor. Una vez los Apóstoles han comprobado en su corazón que se han encontrado con el Mesías, no pueden guardar para sí semejante tesoro y salen al encuentro de aquellos que aman, para transmitirles la Verdad que salva. Ése es el apostolado cristiano, que nunca podrán eliminar mientras quede un solo bautizado encima de la faz de la tierra. El convencimiento del alma que ardientemente esperaba la venida de Cristo, se llena de alegría cuando ve su esperanza convertida en realidad; y por ello se apresura a anunciar a sus hermanos una noticia tan feliz.

  Pero Jesús cuando se encuentra con Simón, le da una misión que va unida a su cambio de nombre: “Te llamarás Cefas”. Si recordáis, en Génesis se nos explicaba que poner un nombre equivalía tomar posesión de lo nombrado; a indicar la vocación a la que había sido llamado por Dios:
“No te llamarás más Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, porque te he constituido padre de multitud de pueblos” 8Gn 17,5)
“Ya no te llamarás más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres y has podido” (Gn 32,29)
“Cefas” es la transcripción griega de una palabra aramea que quiere decir piedra, roca. Por eso, a partir de ese momento en el que Simón acepta a Cristo como su Señor, pasa a ser constituido como Vicario suyo en la formación de la Iglesia, que transmitirá la salvación de Jesucristo a todos los hombres. También a nosotros Jesús nos llama por nuestro nombre, y lo hace desde la perspectiva de eternidad donde nos creó para que fuéramos en Él, parte de su cometido.

  Impresionan esas palabras del Maestro que, como entonces, siguen resonando en nuestros oídos: “Sígueme”. Ese término tan usual que el Hijo de Dios utilizaba para llamar a sus discípulos, sigue escuchándose hoy en el interior de las personas a las que Cristo llama, invitándolas a compartir su ministerio público, su doctrina y su modo de vida como miembros de su Iglesia. Nada ha cambiado, salvo el momento histórico; porque como nos decía san Pablo, el Señor quiere que cada uno de nosotros sea ese Cristo, que vive en nuestro corazón. Con Él lo podemos todo, como aquellos primeros cristianos, pocos y temerosos, que con la Gracia de Dios vivida en el Espíritu, cambiaron una sociedad totalmente paganizada. Somos, si queremos, un mar donde no se vislumbra la orilla; una inmensidad por conquistar, con la fuerza de la fe.