4 de enero de 2014

¡La señal de Cristo, salva!



Evangelio según San Juan 1,29-34.


Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo.
Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel".
Y Juan dio este testimonio: "He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él.
Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo'.
Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios".

COMENTARIO:

En este Evangelio de Juan, vemos como el Bautista llama a Jesús, el Cordero de Dios. Al hacerlo, alude sin duda, al sacrificio redentor de Cristo, que se ofrecerá al Padre como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Pero, a la vez, trae a colación las palabras proféticas de Isaías, cuando vaticinaba que el Mesías sería el Siervo doliente; Ése que sería traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestras faltas y en el que caería el castigo, precio de nuestra paz, para que pudiéramos ser curados en sus llagas abiertas:
“Fue maltratado, y él se dejó humillar,
y no abrió su boca;
como cordero llevado al matadero,
y, como oveja muda ante sus esquiladores,
no abrió su boca” (Is 53,7)

Que Juan hable del Cordero, es también un recuerdo a esa sangre que vertió en la antigüedad ese animal, y que sirvió a la salida de Egipto, para rociar con ella las puertas de las casas de los miembros del pueblo judío; y librar así de la muerte, a los primogénitos de los israelitas. Se hace por tanto un paralelismo entre esa sangre y la que derramará Cristo por nosotros para salvarnos; haciendo presente en su sacrificio, en su Muerte y Resurrección, la liberación del fruto del pecado: la muerte eterna.

Sólo recibiendo el Sacramento del Bautismo, nos hacemos partícipes de la salvación que el Señor nos ha conseguido a tan alto precio. Pero aún hay más en esas palabras de Juan; porque el cordero pascual que se sacrificó, y cuya sangre derramada fue causa de liberación, debía comerse en comunidad como alimento que preparaba a su pueblo para emprender el éxodo hasta la tierra prometida. Así Jesús se entrega por nosotros como alimento indispensable y necesario, en ese caminar hacia la casa del Padre. También debemos “comer” su Cuerpo, de forma literal, para gozar de la vida divina que nos inunda de Gracia; y ser así capaces de afrontar las dificultades que el maligno sembrará a nuestro paso, para hacernos desfallecer. No es una opción, es una necesidad la que tenemos de comulgar; y es por ello, por la que Cristo se entrega para que cada uno de nosotros alcance, junto a los demás, la meta de la Vida.

Juan el Bautista al decir que Jesús existía antes que él, indica la divinidad de Cristo; expresando en unas pocas frases la inmensidad de la realidad divina. Al Maestro no le limitan los lazos de su nacimiento, porque aunque nació de María Santísima, en el tiempo; fue engendrado por el Padre, fuera del tiempo: Él era Dios desde toda la eternidad. Así mismo, descubre el misterio de la Santísima Trinidad, al describir a la paloma como símbolo del Espíritu Santo, del que ya nos hablaba Génesis, mientras revoloteaba sobre las aguas, para dar vida:
“En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y vacío, la tiniebla cubría la faz del abismo y el Espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas” (Gn 1,2)

Pidámosle a Nuestro Dios, que ilumine nuestro entendimiento e inflame nuestra voluntad con la luz del Espíritu divino; que nos inunde con su Gracia y sepamos recibir esa Vida, para dar testimonio como Juan el Bautista, de su Palabra y su bondad, viviendo con coherencia nuestra fe.