Evangelio según San Juan 1,29-34.
Al día
siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Este es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo.
A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel". Y Juan dio este testimonio: "He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo'. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios".
COMENTARIO:
En este Evangelio de Juan, vemos como el Bautista
llama a Jesús, el Cordero de Dios. Al hacerlo, alude sin duda, al sacrificio
redentor de Cristo, que se ofrecerá al Padre como víctima propiciatoria por
nuestros pecados. Pero, a la vez, trae a colación las palabras proféticas de
Isaías, cuando vaticinaba que el Mesías sería el Siervo doliente; Ése que
sería traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestras faltas y en el
que caería el castigo, precio de nuestra paz, para que pudiéramos ser curados
en sus llagas abiertas:
“Fue maltratado, y él se dejó humillar,
y no abrió su boca;
como cordero llevado al matadero,
y, como oveja muda ante sus esquiladores,
no abrió su boca” (Is 53,7)
Que Juan hable del Cordero, es también un recuerdo a
esa sangre que vertió en la antigüedad ese animal, y que sirvió a la salida
de Egipto, para rociar con ella las puertas de las casas de los miembros del
pueblo judío; y librar así de la muerte, a los primogénitos de los israelitas.
Se hace por tanto un paralelismo entre esa sangre y la que derramará Cristo
por nosotros para salvarnos; haciendo presente en su sacrificio, en su Muerte
y Resurrección, la liberación del fruto del pecado: la muerte eterna.
Sólo recibiendo el Sacramento del Bautismo, nos
hacemos partícipes de la salvación que el Señor nos ha conseguido a tan alto
precio. Pero aún hay más en esas palabras de Juan; porque el cordero pascual
que se sacrificó, y cuya sangre derramada fue causa de liberación, debía
comerse en comunidad como alimento que preparaba a su pueblo para emprender
el éxodo hasta la tierra prometida. Así Jesús se entrega por nosotros como
alimento indispensable y necesario, en ese caminar hacia la casa del Padre. También
debemos “comer” su Cuerpo, de forma literal, para gozar de la vida divina que
nos inunda de Gracia; y ser así capaces de afrontar las dificultades que el
maligno sembrará a nuestro paso, para hacernos desfallecer. No es una opción,
es una necesidad la que tenemos de comulgar; y es por ello, por la que Cristo
se entrega para que cada uno de nosotros alcance, junto a los demás, la meta
de la Vida.
Juan el Bautista al decir que Jesús existía antes
que él, indica la divinidad de Cristo; expresando en unas pocas frases la
inmensidad de la realidad divina. Al Maestro no le limitan los lazos de su
nacimiento, porque aunque nació de María Santísima, en el tiempo; fue
engendrado por el Padre, fuera del tiempo: Él era Dios desde toda la
eternidad. Así mismo, descubre el misterio de la Santísima Trinidad, al
describir a la paloma como símbolo del Espíritu Santo, del que ya nos hablaba
Génesis, mientras revoloteaba sobre las aguas, para dar vida:
“En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra
era caos y vacío, la tiniebla cubría la faz del abismo y el Espíritu de Dios
se cernía sobre la superficie de las aguas” (Gn 1,2)
Pidámosle a Nuestro Dios, que ilumine nuestro
entendimiento e inflame nuestra voluntad con la luz del Espíritu divino; que
nos inunde con su Gracia y sepamos recibir esa Vida, para dar testimonio como
Juan el Bautista, de su Palabra y su bondad, viviendo con coherencia nuestra
fe.
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