29 de enero de 2014

¡Hay que saber interpretar!



Evangelio según San Marcos 3,31-35.



Entonces llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar.
La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: "Tu madre y tus hermanos te buscan ahí afuera".
El les respondió: "¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?".
Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos.
Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre".


COMENTARIO:

  Cuando leí por primera vez este evangelio de Marcos, me pareció que el Señor trataba con una cierta dureza a su Santísima Madre y a los parientes que la acompañaban. Pero la Escritura tiene esa particularidad, que a medida que profundizas en su contenido y la vas conociendo, se abre a tu inteligencia la luz maravillosa del Espíritu Santo.

  Descubrí que Jesús, desde aquel lugar, nos decía a ti y a mí que, si queremos, podemos formar parte de la familia divina; porque esta particularidad sólo consiste en cumplir la voluntad de Dios. Esa es la característica principal del cristiano, que se hace uno con Cristo en las aguas del Bautismo; haciendo nuestros los deseos del Señor. Y es este hecho el que crea en nosotros un parentesco con Jesús mucho más profundo que el parentesco natural de la sangre.

  Pero esas palabras que así lo manifiestan, para nada minusvaloran su relación con la Virgen; ya que nadie ha correspondido al querer divino, como lo hizo María. Justamente Ella, con su obediencia enamorada, prefiguró lo que sería la vida de los discípulos. Ella, que creyó sin ninguna duda al enviado de Dios y concibió por su fe. Ella, que fue la elegida, para que naciera de sus entrañas el Mesías que tenía que salvarnos, antes de que el Padre la creara. Ella, que elaboró un sí incondicional a la petición del Señor, y que entregó su vida con fidelidad para cumplirlo. María es el discípulo perfecto, porque ha hecho del deseo divino, el quicio donde se ha sostenido cada minuto de su existencia. De ahí que cuando Jesús menciona la verdadera relación que nos une a su Persona, esté resaltando, sin ninguna duda, la actitud de la mujer que, humilde y prudente, espera a la puerta que su Hijo termine su predicación: la Virgen María.

  Cómo ya se ha visto en otros pasajes del Evangelio y se ha comentado extensamente, aparece aquí el término “hermanos del Señor” que tantos comentarios levantó entre aquellos que negaban la virginidad perpetua de María; por eso, por la importancia que tiene aclarar su significado, volveré a daros unas indicaciones que pueden serviros para no errar en su verdadero sentido. Veremos cómo Santiago y José, que en este texto de Mateo eran considerados “hermanos de Jesús”, son reconocidos en el texto de Mateo 27,56, como hijos de una tal María, seguramente de Cleofás, perteneciente al grupo de mujeres que seguían al Maestro junto con la Magdalena y la madre de los Zebedeos.

  Tanto el hebreo como el arameo, eran dos idiomas que en aquellos momentos no tenían costumbre de utilizar unas palabras específicas para determinar el sentido de parentesco que unía a la familia; englobando en el término “hermanos” a todos los parientes próximos. Es el mismo libro del Génesis el que nos lo demuestra cuando Abrán le dice a su sobrino Lot:
“Por favor, nos hayan discordias entre tú y yo, entre mis pastores y los tuyos, ya que somos hermanos” (Gn.13,8)
  En cambio lo aclara, seguidamente, en una cita posterior:
“…Y recuperó todas las riquezas; también rescató a su sobrino Lot, con sus riquezas, a las mujeres y a la gente”

  Es decir, que antes de leer la Escritura debemos conocer el origen, la cultura y la historia del periodo que vamos a leer; así como la finalidad de los hagiógrafos, que han dejado su sello al transmitir la Palabra de Dios. Porque si no, si la leemos de forma literal sin acompañarnos del Magisterio de la Iglesia, que guarda el depósito de la fe, estamos condenados a errar en su verdadero contenido. La Iglesia, como Madre, cuida que profundicemos pedagógicamente en el misterio, abriéndonos a la Luz del Espíritu para llegar a ser fieles transmisores del mensaje cristiano. Pensar que no la necesitamos y que estamos preparados para, con nuestra naturaleza herida, interpretar sin dificultad la Biblia es, sin duda, un grave pecado de soberbia,  como el que tuvo nuestro padre, Adán. ¡Y ya vimos lo bien que le salió!