22 de enero de 2014

¡El secreto es el amor!



Evangelio según San Marcos 2,23-28.


Un sábado en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos comenzaron a arrancar espigas al pasar.
Entonces los fariseos le dijeron: "¡Mira! ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?".
El les respondió: "¿Ustedes no han leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus compañeros se vieron obligados por el hambre,
cómo entró en la Casa de Dios, en el tiempo del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió y dio a sus compañeros los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes?".
Y agregó: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.
De manera que el Hijo del hombre es dueño también del sábado".

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos nos presenta el resultado de la predicación de los fariseos, que habían desprendido de su espíritu verdadero las prescripciones que se tenían para el cumplimiento de la Ley; convirtiéndolas en una pesada carga legalista, que había olvidado el sentido profundo por las que Dios las había establecido. El mismo san Pedro recriminó este hecho, cuando la Iglesia primitiva comenzaba a dar sus primeros pasos:
“¿Porqué tentáis ahora a Dios imponiendo sobre los hombros de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar?” (Hch. 15,10)

  Es cierto que Dios nos da unos mandamientos que quiere y exige que sean cumplidos; porque no podemos olvidar que el Señor es el Creador que al darnos la vida, ha dejado un manual de instrucciones para que, si lo cumplimos, alcancemos la felicidad. Ahora bien, la manera de llevarlo a cabo es tan extensa cómo rico en matices es el ser humano. A nadie se le fuerza al cómo, mientras no pierda la esencia del porqué. Y son esas diferencias en la manera de llegar a Dios y cumplir con Él, una de las mayores riquezas que tiene la Iglesia en sí misma: jesuitas, franciscanos, dominicos; instituciones seglares; movimientos apostólicos…todos con la misma misión, pero con espiritualidades diversas. Ninguno mejor ni peor, sino el adecuado en cada momento histórico y fiel reflejo de la Providencia divina que cuida y protege a su Iglesia. Porque el fondo y la forma que rige, o debe regir, el mensaje cristiano es, indiscutiblemente, el que Nuestro Señor grabó con su Sangre en cada uno de nuestros corazones: el del amor.

  Jesús explica, con un ejemplo y una frase proverbial, que tales preceptos no son un corsé inamovible, sino que deben ceder ante la Ley natural: que es la luz de la inteligencia que nos infundió Dios a todos los hombres cuando nos creó, para que fuéramos capaces de conocer lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, por medio de la razón. Y así, gracias a ella, resuena en nuestro interior el amor divino que nos recuerda que el precepto del sábado no puede estar por encima de las necesidades de la subsistencia. Es tal el valor de la persona humana, que el propio Dios se ha hecho Hombre para venir a salvarla. Por eso, la “ordenación de las cosas debe someterse al orden personal, y no al contrario” como nos dirá la Gaudium et Spes. Cierto que no podemos olvidar que esa naturaleza ha sido herida por el pecado original; pero no es menos cierto que, por ello, Cristo con su sacrificio nos consiguió la Gracia para poder reconducirla.

  Jesús les recuerda que esta situación ya se había dado, y había quedado constancia de ella en la Escritura Santa, que tan bien decían conocer sus oyentes: cuando Abiatar, sacerdote, le entregó a David los panes de la proposición – que eran unos panes recién cocidos, que se colocaban cada semana en la mesa del santuario como homenaje de las doce tribus de Israel al Señor- porque los necesitaba; fundando su decisión en una antiquísima práctica del Antiguo Testamento, donde los preceptos de la Ley de menos rango, cedían ante los principales.

  El Señor también aprovecha estas circunstancias que está viviendo, para dar testimonio de su realidad divina: Él es el “señor del sábado”. Porque si tenemos presente que el precepto del sábado –un día que pertenece a Dios y donde la naturaleza humana descansa y se dedica a rendir culto, honor y gloria al Todopoderoso- es de institución divina; Jesús, al nombrarse así, se está presentando implícitamente como Dios. También la expresión “Hijo del Hombre” que pertenece al Antiguo Testamento y que fue usada por algunos profetas para denominar al Mesías, es utilizada por el Señor hasta sesenta y nueve veces, para designarse a Sí mismo.
“Seguí mirando en mi visión nocturna
Y he aquí que con las nubes del cielo venía
Como un hijo de hombre.
Avanzó hacia el anciano venerable
Y fue llevado ante él”. (Dn 7,13)

  Así Jesús reconoce ante aquellos que le escuchan, pero sin evidenciar una verdad que hemos de aprender a descubrir personalmente a través de la Ley natural y la Ley Revelada, que Él es el Hijo de Dios encarnado.