1 de febrero de 2014

¡El mejor negocio!



Evangelio según San Marcos 4,26-34.


Y decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra:
sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.
La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha".
También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?
Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra,
pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.
No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.

COMENTARIO:

  Es increíble como en este Evangelio de Marcos, el Señor nos muestra con la sencillez de las parábolas de la semilla y del grano de mostaza, la enorme profundidad del contenido de su Palabra. Ambos relatos incluyen, sobre todo, la idea del crecimiento en nuestro interior del mensaje cristiano. Porque dar a conocer a Cristo no es dar una información histórica y religiosa, que lo es, sino una performación que nos cambia la vida. Y es de eso de lo que tratan esas palabras de Jesús, del enorme efecto que causa en el ser humano alcanzar el conocimiento de la presencia real de Dios en el mundo.

  La parábola de la semilla nos habla de la eficacia intrínseca del Reino y de su desarrollo progresivo en nuestro interior. Nosotros sólo somos sembradores que, con nuestro mensaje y nuestro ejemplo, haremos penetrar esa pequeña simiente en el corazón de las personas para que luego, por sí sola, no pare de crecer. Es ese pequeño grano que sigue el curso normal de la naturaleza y se desarrolla para alcanzar la finalidad que ya esconde en su principio: una bella flor, un jugoso fruto o un impresionante árbol. Con la Palabra de Dios ocurre lo mismo; penetra suavemente en el alma y, a través del Espíritu Santo, crece por la Gracia hasta convertirnos en fieles seguidores de Cristo, Nuestro Señor. No por méritos propios, sino porque el Maestro nos envía con ella la luz del conocimiento y la fuerza de la voluntad.

  Cierto es, sin embargo, que aunque la semilla es fecunda, necesita que nosotros seamos la buena tierra que la acoge. Y eso sólo será posible si luchamos por adquirir las virtudes que nos predisponen, de una forma natural, a perfeccionar nuestras potencias. Ellas son, ni más ni menos, que esa repetición de actos buenos que intentamos hacer cada día, venciendo nuestros propios instintos, para ser más libres y dueños de nosotros mismos. Uno se hace ordenado, ordenando y superando la pereza; se hace veraz, luchando por no mentir y adecuando su criterio a la realidad de las cosas; se hace laborioso, realizando su trabajo con responsabilidad sin caer en la tentación de dejar algo para el día siguiente… Es ese señorío que nos capacita para liberarnos de la esclavitud del pecado, que nos habla de una falsa libertad consistente en ceder a todos nuestros deseos; es el camino para conseguir que seamos una buena tierra que acoge la Palabra que dará, por sí misma, frutos de santidad.

  Pero Jesús también nos habla, cuando nos pone el símil del grano de mostaza, de la desproporción entre el origen, cuando es la más pequeña de las semillas, y el final, cuando es un árbol grandioso. Nada de lo que nosotros hagamos, por pequeño que nos parezca, deja de tener una importancia enorme a los ojos de Dios. Cuántos grandes santos, cuántos mártires que derramaron su sangre por defender la fe, abrieron su corazón a Cristo por el ejemplo humilde y sincero de un cristiano coherente que no tenía miedo ni vergüenza a manifestar, con hechos y palabras, su amor al Señor. Jesús sólo nos pide que entreguemos nuestro corazón a la misión que nos ha encomendado; y nos asegura, con estas parábolas, que su Palabra dará fruto en el interior de las personas. Tal vez no cuando nosotros queramos, pero sólo el Maestro sabe el momento adecuado que tiene cada cual; por eso nos pide, desde el Evangelio, que no desfallezcamos ante la tarea impuesta por amor y aceptada por la libertad, asegurándonos que en este “negocio de la salvación” siempre se consiguen buenos intereses, aunque tal vez nosotros no alcancemos la satisfacción de verlos y disfrutarlos. ¡Porque sólo somos obreros en la viña del Señor!