6 de enero de 2014

¡Acompañemos a los Reyes!



Evangelio según San Mateo 2,1-12.



Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén
y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo".
Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén.
Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías.
"En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta:
Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel".
Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella,
los envió a Belén, diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje".
Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño.
Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría,
y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra.
Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo, en su primer capítulo, nos ha enseñado el origen de Jesús; pero en este segundo se va a dedicar a mostrarnos su verdadera misión, el destino de la vida del Señor: Cristo ha venido a salvar a toda la humanidad sin distinción de raza, color o posición. Veremos aquí como Jesús no es sólo el Mesías, un rey a la manera de un nuevo y más grande David, en el que se han cumplido las profecías; sino que es reconocido como tal por tres Reyes de Oriente que han recorrido un pesado y peligroso camino para someterse, rodilla en tierra, a su Señor y ofrecerle junto a los dones que han traído de lejos, su corazón.

El Antiguo Testamento ya había avisado de la particularidad de una estrella que precedería al Rey de Reyes:
“Lo vislumbro, pero no es ahora;
Lo diviso, pero no de cerca:
De Jacob viene en camino una estrella,
En Israel se ha levantado un cetro.
Tritura las sienes de Moab
Y el cráneo de todos los hijos de Set” (Nm 24,17)

Y que sería recibido en la ciudad de Belén:
“pero tú, Belén Efrata,
Aunque tan pequeña entre los clanes de Judá,
De ti me saldrá
El que ha de ser dominador de Israel;
Sus orígenes son muy antiguos,
En días remotos” (Mi 5,1)

Y adorado por los Reyes de la tierra:
“reyes serán tus ayos,
Y princesas, tus nodrizas;
Se postrarán ante ti rostro en tierra;
Y lamerán el polvo de tus pies.
Y sabrás que Yo soy el Señor
Quienes esperan en Mí no quedarán avergonzados” (Is 49,23)

  En ese Niño que descansa en brazos de su Madre, se esconde el Cristo, el iniciador del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. Y en esos Magos, que se acercan maravillados al portal, al no ser judíos, estamos representados todos aquellos gentiles que recibiremos la llamada de la salvación del Señor. En ellos, todos los pueblos se han incorporado a la familia de los patriarcas y se ha abierto a todas las naciones, la bendición de la descendencia de Abrahán. Por eso, una tradición que parece tener la importancia propia del jolgorio con que se vive es, para nosotros, en la persona de estos tres Reyes, la puerta que abre, no sólo en Judea, sino en todo el mundo y para todo el mundo, la Redención de Cristo.

  En Melchor, Gaspar y Baltasar, tú y yo, como gentiles, adoramos al autor del Universo. En ellos, tú y yo, tomamos ejemplo de la constancia que debe mover nuestra voluntad, cuando tenemos la certeza de querer alcanzar un sueño divino. Ellos vieron “su estrella en Oriente” y como se admitía en aquella época, eso significaba el nacimiento de una persona importante. Los Magos comenzaron su itinerario en la búsqueda de Dios, desde la Revelación que el Señor había hecho en la naturaleza. Y lo atestiguaron con la Palabra escrita, que en el Antiguo Testamento les marcaba el camino que conducía al lugar en que yacía la Palabra encarnada.

  Y eso fue posible, porque ellos tenían la seguridad –como deberíamos tenerla nosotros- de que en la Escritura se esconde un mensaje místicamente superior que dirige a las gentes a la suprema luz del conocimiento, por la Gracia de Dios. El Creador se ha abierto al hombre desde el cielo y la tierra; desde el ayer y el mañana; desde lo hablado y lo escrito. Nos busca con ahínco a la espera de que, como los Reyes Magos, sepamos encontrar la estrella que nos indica a todos el sendero de la salvación.

  Los dones señalados por el evangelista, indican y confiesan el ser profundo de Jesús. Esos tres hombres regalan al Pequeño de Belén, los presentes que corresponden a la verdadera entidad del Mesías: el oro, metal noble y precioso, que simboliza la dignidad de un rey; el incienso, cuyo olor purifica y trasciende la realidad que se observa,  manifestando la característica propia de la divinidad; y la mirra, que nos recuerda que Aquel Niño que sonríe tranquilo cerca de la lumbre del pesebre, será algún día amortajado con ese óleo, propio de su sacrificio y entrega. Tres presentes que descubren la realidad escondida: Jesucristo, Dios y a la vez, Hombre; pero siempre Rey de Reyes, cuyo cetro había sido anunciado desde la antigüedad.

  Hoy, desde este lugar remoto, el Señor nos llama a mirarnos en los Magos; a no desfallecer en el camino; a preguntar, cuando perdamos la luz que nos guía, la fe; a fiarnos de Dios y de su Revelación y, sobre todo, a caminar junto a nuestros hermanos en busca del verdadero sentido. Como ellos, si así lo hacemos, alcanzaremos el pequeño portal y, con él, seremos capaces de postrarnos en adoración ante la grandeza de un Dios que se esconde y nos llama desde las cosas pequeñas.