30 de diciembre de 2013

¡Ven con la Iglesia, a descubrirlo!



Evangelio según San Lucas 2,36-40.


Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos cuenta el encuentro de la Sagrada Familia con una profetisa llamada Ana. Suceso que tiene lugar cuando subían a Jerusalén para cumplir con las dos prescripciones que mandaba la Ley de Moisés: la purificación de la madre, tras el parto, como decretaba el Levítico; y el rescate del primogénito, cómo ordenaba el Éxodo.

  Llama la atención esa humildad santísima de María que, aun sabiendo que su Hijo ha sido concebido sin obra de varón y sin que Jesús al nacer hubiera roto su integridad, cumple con la Tradición y acude al Templo para ser purificada. Lo mismo sucede con los primogénitos, que no eran de la tribu de Leví, y que el Señor había reclamado para Él, cuando el pueblo salió de Egipto; ya que debían ser rescatados con una ofrenda para mostrar que seguían siendo propiedad de Dios. José llevó a su Hijo para cumplir dicho mandato y ofrecer lo que tenían y les correspondía: un par de tórtolas o dos pichones. Bien hubiera podido el patriarca, sabiéndose instrumento de Dios en la historia de la salvación de los hombres, decidir no cumplir con esa recomendación que formaba parte de una ley que iba a ser llevada a la perfección por el Infante que sostenía en sus brazos. Pero José, como ha hecho María, no conoce el orgullo de ser; porque ese ser sólo está en disposición de servir por amor.

  El texto nos habla de Ana, que con un discurso parecido al que ha hecho Simeón, esperaba desde hacía muchísimo tiempo a Aquel que había de redimir a Jerusalén. Ya lo ha encontrado: la Majestad de un Dios escondida en la fragilidad de un Niño. Y así, con las palabras de la mujer, nos relatan estos episodios que hemos visto durante estos días, que el Nacimiento de Cristo ha sido manifestado por tres clases de testigos y de tres maneras distintas: por los ángeles, que lo anunciaron desde el Cielo a la tierra; por los pastores, que transmitieron en la tierra lo que habían escuchado en el Cielo. Y ahora, en el propio Templo, por aquellos que ha movido el Espíritu Santo.

  Nosotros, tú y yo, hemos oído la Palabra que nos ha hablado de la realidad divina: de que Dios está entre nosotros. Y como aquellos pastores que lo escucharon sorprendidos, hemos de acercarnos a nuestros hermanos para que, sin dilación, vayan al Templo a adorarlo. Porque aunque es bien cierto que el Señor está en todas partes, nos espera en Cuerpo y Alma en cualquier Sagrario de nuestra localidad; y se hace presente en cada Sacrificio Eucarístico. Se ha quedado para que podamos “verle”; y sé que me dirás que es muy difícil porque pertenece al acto de fe. Pero para aquellos hombres les era todavía más increíble descubrir el rostro de Dios en la inocencia de ese Pequeño que sostenía María cerca de su corazón.

  Nuestro Padre no ha querido  que la evidencia divina nos forzara a creer; sino que entre claros y oscuros ha esperado que pongamos nuestra confianza en Él. Nada tan fácil, como para no requerir nuestro esfuerzo, ni tan difícil como para que rehusemos a intentarlo. Ahí está Dios; se quedó en los Sacramentos para iluminar la oscuridad que, a veces, dificulta el conocimiento. Ahí está Dios, ven con nosotros, tu Iglesia, a descubrirlo.