Evangelio según San Mateo
9,35-38.10,1.5a.6-8.
Jesús
recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas,
proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y
dolencias.
Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos.
Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha."
Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia.
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones:
Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos.
Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha."
Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia.
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones:
Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.
Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente.
COMENTARIO:
En este
Evangelio, san Mateo anota los sentimientos de Jesús: que se conmovía al
examinar la situación en la que se encontraba su pueblo. Por ello, no perdía
ninguna oportunidad que se presentaba, para enseñar en las sinagogas; y en cada
momento y circunstancia apropiado, para transmitir el mensaje de la salvación
divina. De esta manera, recordaba las palabras del profeta Ezequiel, que
increpaba a los malos pastores de Israel que habían dispersado a sus ovejas;
manifestándose el Señor como el enviado de Dios para acoger en Sí mismo a todo
el rebaño perdido, por causas ajenas a su voluntad.
Algunas veces
los seres humanos, por pura ignorancia involuntaria, actuamos cómo si Dios no
existiera; haciendo caso a las dispares teorías sin fundamento que tejen una
cómoda, pero inapropiada tela, que parece abrigar y proteger nuestra alma,
satisfaciendo unas necesidades que, en un principio, parecen hacernos feliz. Lo
que sucede es que cuando arrecian los malos momentos, como aquellas casas
construidas en la ladera de la montaña sobre arcilla y sin cimientos, la
tribulación arrastra nuestro ánimo y nos perdemos en una agonía de difícil
solución. Sólo el conocimiento de Dios, el entender su voluntad y encontrar el
sentido de la vida, puede darnos la paz necesaria para enfrentarnos a la
dificultad con optimismo, esperanza y alegría cristiana. Es ahí donde se
descubre la diferencia entre el que vive una existencia para Dios, o aquel que
sólo espera que las circunstancias le favorezcan. El que ha encontrado la
realidad divina, o el que se ha trazado una realidad subjetiva a expensas de un
dios a su conveniencia.
A Jesús le
duele el sufrimiento humano; sobre todo ese vacío existencial que nos tiene
insatisfechos ante la imposibilidad de llenar el deseo de Dios que el hombre
siente dentro de sí, desde el primer momento de la creación. Por eso nos insta,
como lo hizo con aquellos primeros discípulos, a ser sus testigos por todos los
lugares y a pesar de todas las circunstancias. No desea que nadie se pierda, porque
no fuimos capaces de tenderle una mano y acogerlo como uno de los nuestros, en
el amor de nuestro corazón. Nos urge el Señor a responder a su llamada, porque
para eso nos dio la vida; y nos asegura que su Gracia no nos ha de faltar: que
Él pondrá las palabras en nuestra boca; multiplicará nuestros dones y nos
impulsará con la fuerza de la fe.
Nuestros miedos
y nuestras dudas son las mismas que debió sentir el patriarca Noé, cuando Dios
lo requirió para que construyera un arca, ante la burla de sus vecinos y un
cielo sin nubes. O la impotencia que debió sentir Abraham, cuando el Señor le
anunció que sería padre de naciones; y ni tan siquiera había podido gozar, ya
en su vejez, de la paternidad con su esposa Sara. Cuando le pidió que cambiara
sus planes, para identificarlos con la voluntad divina. Todos hemos sentido el
temor de no estar a la altura de las circunstancias; de pensar que no seríamos
capaces de cumplir nuestro objetivo; de renunciar a los proyectos que nos
habíamos trazado, en aras de nuevos proyectos que sólo clamaban en el fondo de
nuestro interior. ¡Pero así es Jesús! Nos pide, cómo escuchábamos ayer en el
evangelio de Mateo, que sepamos “ver” a través de la Luz que ilumina nuestro
entendimiento, que inflama nuestra voluntad y que nos hace conocer –no sabemos
cómo- los planes que Dios tiene para nosotros. Pero también nos advierte que no
esperemos por ello ninguna gratificación. Es nuestro deber servir al Señor
siendo usufructuarios de los bienes que nos dio para ello; y en cualquier
momento, nos los puede exigir. Hemos de estar dispuestos, aunque sea muy
difícil, a entregar lo poco que somos y lo poco que tenemos; porque todo,
absolutamente todo, proviene de Dios.