La
explicación que se ha seguido más tiempo es la de san Agustín: el Obispo de
Hipona, según el orden canónico, afirmaba que Mateo fue el primero en componer;
le siguió Marcos, abreviándolo y finalmente Lucas, con los otros dos evangelios
delante, compuso el suyo para Teófilo.
Otros autores, siguiendo a Clemente de Alejandría, que afirmaba que los
primeros evangelios que se compusieron fueron los que contienen las
genealogías, supone que después de Mateo, que escribió el evangelio para los
judeo-cristianos, Lucas lo adoptó para los cristianos procedentes de la
gentilidad, y finalmente Marcos hizo un compendio de los dos. Sin embargo, la
hipótesis más común entre los modernos estudiosos sostiene que Marcos fue el
primer evangelio en escribirse; Mateo y Lucas, sin conocerse entre sí, pero
teniendo delante a Marcos, escribieron después
-pero de manera independiente-
sus evangelios. Los dos, además de fuentes propias, tienen como fuentes
comunes el escrito de Marcos y un supuesto documento -desconocido por Marcos- que contenía enseñanzas del Señor y que la
investigación ha denominado “fuente Q”.
Esta hipótesis explica satisfactoriamente el
estado actual de los evangelios: las semejanzas en las palabras, por disponer
de las mismas fuentes; y las semejanzas en el orden, que se dan cuando siguen
la narración de Marcos y casi nunca a la hora de componer las palabras del
Señor, que provienen del documento Q. Sin embargo la hipótesis tiene una gran
dificultad, ya que hace suponer la existencia de un documento del que no nos ha
quedado ningún resto ni referencia en la antigüedad cristiana. Algunos han
aventurado que el Evangelio de Mateo, en la lengua de los hebreos, del que
habla Papías, y del que sólo nos ha quedado esta mención, sería en realidad
este documento Q que más tarde, traducido al griego, y confrontado con el
Evangelio de Marcos, dio lugar al Evangelio de Mateo canónico. En realidad,
como todo son hipótesis imaginativas, no hay una solución sobre la cuestión
sinóptica que sea aceptada por todos.
En los primeros siglos, los escritores
cristianos defendieron la historicidad de los evangelios en dos campos: ante
las insidias de los enemigos del cristianismo, que rechazaban los milagros, y
donde dichos escritores apelaron a la verdad que manifestaban los textos. Y
ante las pequeñas divergencias de los textos, buscaron las concordancias sin
limitarse a afirmar que la doctrina que se enseñaba en los evangelios era
verdadera, sino que se esforzaron en poder garantizar y defender la
historicidad de los acontecimientos que se narraban en estos libros. Y ese
convencimiento de la posesión de la verdad histórica de esos relatos duró entre
los cristianos dieciocho siglos; hasta la aparición del Iluminismo y la
Ilustración, que propuso en círculos protestantes, una nueva explicación que
negaba todo lo sobrenatural que se encontraba presente en los evangelios.
Más que verdadera historia dijeron algunos autores, con un afán
decididamente anticristiano y sin ninguna prueba real que sustentara sus
conjeturas, que la obra contendría el ropaje con que los Apóstoles vistieron a
Jesús: un ropaje mítico, propio de aquella época antigua pre-científica, con el
que querían exaltar la figura de Jesús. A mí, personalmente, esta hipótesis
siempre me ha llamado la atención; ya que cobraría sentido si la manifestación
de Jesucristo hubiera granjeado a sus Apóstoles y discípulos una holgada
situación económica, o un puesto de poder en el gobierno del Estado. Pero,
evidentemente, eso no sólo no fue así, sino que fue totalmente al contrario:
les costó la honra, perdieron sus bienes y, algunos, terminaron sus días -ellos y su familia- en un doloroso martirio.
Pero es cierto que de esas teorías
anticlericales y anticristianas, surgieron “vidas de Jesús” del siglo XIX que
lo presentaron como un Mesías fracasado, un soñador, o en el mejor de los
casos, como un maestro de religión y moral. En la mitad del siglo XX, otros
autores que seguían la misma línea, propusieron disociar al Jesús de la
historia, al que según ellos no se podía llegar, del Cristo de la fe, predicado
por los Apóstoles. Pero ese planteamiento no tiene que ver nada con la
verdadera predicación apostólica que remite ineludiblemente al Jesús terreno.
El Cristo predicado, que vieron resucitado, es el mismo Jesús que vivió y murió
en Palestina; y aunque la confesión de que Jesús es el Mesías, sólo puede
hacerse desde la fe -lo mismo le ocurría
a algunos de sus contemporáneos, que justificaban los milagros y ante la
evidencia de la resurrección de Lázaro, conjeturaron que se trataba de un
estado cataléptico- hoy,
científicamente, no puede negarse la singularidad de su Persona y de su
actuación, realmente única, fascinante y misteriosa a la vez que los evangelios
reflejan con historicidad, autenticidad y honestidad. En su conjunto, la
investigación ha concluido genéricamente que, comprender el carácter con el que
están escritos los evangelios, implica tres referencias:
1. La conexión
entre la historia preparatoria, esto es, el Antiguo Testamento portador de
promesas abiertas, y el cumplimiento en Jesús de Nazaret de aquellas profecías
antiguas.
2. La
fundamentación del Evangelio oral o escrito, en la existencia humana de Jesús,
esto es en su condición histórica
-ratificada por historiadores judíos y romanos de la época, como por
ejemplo, Flavio Josefo- en lo que
realmente sucedió.
3. La
actualidad del Evangelio, por la cual la presencia de Cristo resucitado y
glorioso ofrece la gracia de la salvación a cuantos acogen la proclamación del
Evangelio. Historia, fe y teología, no son objeto de estudios independientes
porque son las líneas maestras de la comprensión del Evangelio, de su valor
histórico, religioso y teológico. Cosa lógica, si lo pensamos, ya que cuando
hablamos de Jesús de Nazaret, hablamos del Verbo encarnado, el Hijo de Dios,
perfecto Dios y perfecto hombre, datado
en el tiempo y las circunstancias y a la vez intemporal y eterno.
El cuarto evangelista -que no se encuentra entre los
sinópticos- nos presenta la
caracterización salvífica y teológica de Jesús, como Hijo eterno de Dios,
mostrando que pese a todo lo escrito la imagen que se nos transmite siempre
será incompleta, expresándolo de manera sencilla con estas palabras: “Muchos
otros signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido
descritos en este libro. Sin embargo éstos han sido escritos para que creáis
que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
Nombre”.
Los escritos cristianos de finales del siglo
I citan ya frases o pasajes presentes en los evangelios, aunque sin referirse a
quienes lo escribieron; sin embargo en los escritores del siglo II -Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría,
etc- ya es común la afirmación de que
los evangelios son cuatro, y sólo cuatro. Así se expresa el testimonio más
antiguo, el de san Ireneo: “Puesto que existen cuatro regiones en el mundo en
que vivimos y cuatro vientos cardinales; puesto que, por otra parte, la Iglesia
se encuentra diseminada por toda la tierra y que la columna y el fundamento de
la Iglesia es el Evangelio y el Espíritu de Vida, es normal que esta Iglesia posea cuatro columnas que emitan por todas
partes hálitos de incorruptibilidad o
vivifiquen a todos los hombres. Por donde aparece que el Verbo artesano del
Universo, que está sentado sobre los querubines y que todo lo mantiene, una vez
manifestado a los hombres, nos ha dado el Evangelio cuadriforme, Evangelio que
está mantenido, no obstante, por un solo Espíritu”.
De esta manera se indica cómo la Iglesia
primitiva tenía esta colección de los cuatro evangelios como normativa y cómo
estos textos adquirieron para aquellos cristianos características semejantes a
las Escrituras Sagradas de Israel; leyéndolas en las celebraciones eucarísticas
de los primeros cristianos como nos recordaba san Justino, al nombrar los
Evangelios como la Memoria de los Apóstoles. En este contexto eucarístico, los
evangelios no son meras narraciones de la vida del Señor, sino que son memoria
y presencia de su Persona en su Iglesia; e idéntico proceder ha seguido la
Iglesia que, en la Eucaristía y en la Escritura, tiene los tesoros recibidos de
Cristo para entregarlo a sus fieles. Por eso los Evangelios en la Iglesia no
son documentos del pasado, sino que son actuales porque lo que fue entonces, es
ahora.