23 de diciembre de 2013

¡Recurramos a san José!



Evangelio según San Mateo 1,18-24.



Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Mientras pensaba en esto, el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados".
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta:
La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel, que traducido significa: "Dios con nosotros".
Al despertar, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa.


COMENTARIO:

  En este evangelio de san Mateo podemos observar un compendio de verdades de fe, que se han ido desgranando a lo largo de estos días, en distintos pasajes anteriores: Vemos, primeramente, como Jesús sin ser Hijo de José según la carne, es, sin embargo, el Mesías descendiente de David. Ya que en la genealogía del Señor, que nos dio el evangelista, se indicaba que Jesús era descendiente de José; porque Dios lo llamó para ser padre del Niño y esposo de María.

  Como ocurre siempre en los planes divinos, el Señor espera nuestra correspondencia libre y voluntaria; por eso esta vez, igual que otras, aguarda que el patriarca acepte el designio que le propone y, al hacerlo, lo convierte en el verdadero padre de Jesús, aquí en la tierra. Es José quién le impondrá el nombre al Niño y, según la tradición judía, al hacerlo lo reconoce como su Hijo. No le ha sido fácil a este hombre, obtener la luz del Espíritu que le ha dado a conocer el misterio de la Encarnación. Su corazón, cuando vio el vientre abultado de María al regreso de su estancia en casa de Isabel, debió partirse en mil pedazos ante una realidad que se le presentaba como un imposible. El conocía bien la virtud de su amada; y sabía el compromiso que habían adquirido ambos en el momento de los desposorios. Pero José era justo, con esa justicia que va más allá de la letra de los preceptos, porque la mueve la caridad. Y, aunque no lo comprende, ama lo suficiente como para dejar libre a María de los compromisos adquiridos, para que encuentre su felicidad.

  Pero el Señor le muestra, a través de un ángel, el milagro acaecido en el seno de la Virgen y le sugiere que coopere con el encargo sublime de proveer y cuidar la inserción del Hijo de Dios en el mundo: en ese momento, la vida de Jesús como la de María, han sido confiadas a su custodia. Tal vez José tenía otros planes; tal vez le asustaba tamaña responsabilidad, pero para él no había mayor honor que servir a Dios, como Dios debe ser servido: con totalidad. Y ante su entrega, el mensajero celestial le informa que el nombre que deberá poner al Niño es Jesús: “el Señor salva”. Porque en este Niño se van a cumplir las promesas que tantas veces ha meditado en el Antiguo Testamento. Ha llegado el momento anunciado en que Dios ha venido a salvar a los hombres a través de su Hijo, Jesucristo. Y él, un pobre carpintero de Nazaret, ha sido el elegido para cuidar los primeros pasos del Mesías, y enseñarle sus primeros balbuceos. Él custodiará a ese infante que nos descubre, desde la cuna, que Dios  está entre nosotros.

  Posiblemente José sintió miedo ante la tarea que el Padre le había encomendado, pero seguramente también, descansó inmediatamente en la Gracia divina que nos infunde la fuerza para llevar a buen término la tarea encomendada. Por eso, San José debe ser, para cada uno de nosotros, un ejemplo en el que mirarnos cuando nos sintamos desfallecer o las dudas nos inunden el alma. Como él, hemos de aferrarnos a la confianza divina y ponernos en manos del Divino Hacedor, para ser instrumentos de su gloria. Sólo así, sin nada que nos ate a nosotros mismos, seremos capaces de cumplir fielmente los planes de Dios, que aunque puedan ser difíciles conllevan, en su realización,  la verdadera Felicidad.