3 de diciembre de 2013

¡No somos dignos!



Evangelio según San Mateo 8,5-11.


Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole":
"Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente".
Jesús le dijo: "Yo mismo iré a curarlo".
Pero el centurión respondió: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.
Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: 'Ve', él va, y a otro: 'Ven', él viene; y cuando digo a mi sirviente: 'Tienes que hacer esto', él lo hace".
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: "Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.
Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos.

COMENTARIO:

  En el Evangelio de Mateo, observamos el episodio que manifiesta el acto de fe del centurión romano que ha quedado como ejemplo de humildad y confianza, a través de los siglos, en la liturgia de la Iglesia.

  Debemos conocer, para entender mejor el texto, que cuando un judío entraba en casa de un gentil, contraía impureza legal y debía, con posterioridad, purificarse ante los sacerdotes del Templo. Si recordáis, los cristianos convertidos del judaísmo le recriminaron a san Pedro, cuando predicó el Evangelio a los incircuncisos, que había entrado en sus casas y había comido con ellos. El centurión romano, conocedor de las costumbres del pueblo de Israel, se acerca a Jesús con una delicadeza exquisita y con una fe que no admite dudas, para rogarle que cure a su criado. No quiere ponerle en el compromiso de tener que pisar su casa, la de un gentil; y, a parte, es un lugar que él considera indigno ante la dignidad de Aquel, al que le pide el favor. Por ello, sólo le suplica al Señor que lo desee, porque sabe con certeza que el querer del Hijo de Dios, es una realidad de la que depende todo lo creado. Nada queda exento de la voluntad divina.

  Es impresionante ese símil perfecto que utiliza el soldado sobre la potestad: donde confiesa  que igual que él actúa bajo las órdenes del César, que en aquellos momentos era el hombre que poseía el poder de unos de los imperios más importantes del mundo y por ello sus órdenes se acataban sin discusión, Jesús, con la potestad divina propia de su Persona, actuará  sin que nada pueda resistírsele. Por eso sabe que lo que nadie más puede hacer, como es mandar a la enfermedad que abandone un cuerpo y que éste recupere la salud, está en manos del Mesías prometido que, delante suyo, escucha sus súplicas.

  Es una profesión de fe tan grande la que manifiesta el romano, que está convencido de que el Señor con sólo desearlo sanará a su siervo, que llena de admiración al Maestro; aprovechando este encuentro, con un creyente gentil, para hacer la solemne profecía del destino universal del Evangelio. Ese es el ejemplo de la confianza que debe caracterizar a los cristianos: porque de esa actitud rendida, donde no surge ni una duda ante la seguridad de que Jesús no nos negará la petición que hacemos si es lo mejor para nosotros, surgen las acciones que manifiestan el poder de Dios.

  Os he repetido muchas veces que Nuestro Señor no realizó milagros para motivar la fe de sus oyentes, sino que quiso que creyéramos por la autoridad de sus palabras. Pero jamás se resistió ante un acto de confianza plena, a manifestarse en todo su poder y afirmar con el milagro la trascendencia de su Persona. Jesús, que había sido enviado a las ovejas perdidas de Israel, en su caminar terreno, abre su corazón y ejerce su poder divino ante aquella mujer cananea o  este oficial romano. Y lo hace, porque el poder de la fe es tan inmenso que puede hacer cambiar los planes de Dios, siempre que proceda de un acto humano sencillo y humilde. Recordemos como el Señor, ante la petición confiada de su Madre, adelanta su ministerio y realiza el milagro de las Bodas de Canaán.

  La fe de este centurión anuncia la fe de los gentiles que entraremos, por el Bautismo, a formar parte del Nuevo Pueblo de Dios. La humildad del romano fue la puerta por donde el Señor entró a posesionarse plenamente de este corazón, al que ya poseía. Y ese hecho ha dado lugar, a lo largo de la historia de la Iglesia, para que en el momento solemne de la Eucaristía, cuando estamos delante de Cristo Sacramentado,  todos nosotros avivemos nuestra fe y humillemos nuestro corazón con las mismas palabras que el soldado repitió a Jesús, cuando se encontró en su presencia: “Señor, yo no soy digno…”